sábado, 1 de marzo de 2008

En torno al prejuicio de clase

Entre los mayores peligros que confronta hoy la sociedad venezolana, particularmente perniciosa es la fuerza que han adquirido los prejuicios de clase en los años recientes, utilizados como eje de un discurso político simplificador, diseñado para radicalizar los síntomas de nuestra escisión, evadiendo sus causas, del mismo modo que siempre se han eludido en nuestra praxis social compartida.
Estos peligrosos años de invocación permanente a un ideario ambiguo y manipulado, subsumido bajo la etiqueta de “bolivariano”, han puesto de relieve que uno de los problemas esenciales de esta sociedad es el desconocimiento mutuo entre las diferentes clases sociales.
Este problema es un reto intelectual y político profundo. Seguir manteniendo encubierta esta problemática, en los actuales momentos, nos pone a todos —intelectuales e iletrados, aristócratas y populacho— en riesgo de ser arrasados por un huracán de violencia.
Por supuesto, en los años recientes, tal discurso ha sido producido y promovido con objetivos claros e innegables: el control del poder político, económico y social. Pero el hecho de que nos tiendan una trampa, no quiere decir que tenemos que pisarla: no estamos obligados a aceptar la noción falsa de que es imposible trascender los arbitrarios límites de la polarización actual.
El que alguien se asuma dueño de la sociedad no quiere decir que lo sea: tal propiedad sólo se la podemos otorgar nosotros, los ciudadanos.
Sin embargo, debemos detener esa miopía. No se puede aceptar lo que no es justo, sólo porque quien lo promueve sea circunstancialmente “poderoso”. La experiencia de estos años puede resultarnos productiva, si comenzamos por reconocer lo que potencialmente encierra de valioso. Negarse a esta comprensión, por el contrario, es admitir la violencia o la aventura como solución idónea.
Esta difusión del racismo social nos proporciona, si intentamos alcanzar la objetividad en el análisis, una oportunidad inmejorable de conocer nuestra propia identidad, de adquirir mejor conciencia de quiénes somos y hemos sido, y qué vivencias compartidas nos trajeron hasta aquí.
Por ello quiero enfatizar la gravedad del impacto que nuestros prejuicios respecto al país y su población, tienen sobre la definición de las conductas políticas que adoptamos.
Es preocupante que frente al discurso falsificador de quienes hoy tienen la responsabilidad del poder, discurso de descalificación, de adjetivar negativamente y generar odio hacia sectores específicos de la vida social, política y económica, la respuesta que se intenta, muchas veces expresada por periodistas y generadores de opinión tiene un contenido similar, del cual se diferencia sólo por la dirección de la descalificación.
Estos ciudadanos incurren en el mismo “error” que los voceros oficiales. Del mismo modo que, abstractamente, para el oficialismo los opositores son “ “traidores”, “mercenarios”, “lacayos”, “oligarcas”, “fascistas” u “oposicionistas”, para muchos opositores no sólo el gobierno y los que le apoyan, sino la totalidad de las clases que económicamente podemos considerar “bajas”, terminan etiquetadas peyorativamente como “hordas”, ”perraje”, ”lumpen”, ”marginales”, “rastreros”, “lambrucios”, ”basura”, “escoria”, etc.
Lamento advertir que así, lo único que se logra es el objetivo divisivo del proyecto político que actualmente nos gobierna. Se cae en un desprecio del ser “popular” que sólo contribuye a agudizar la escisión social que, repito, forma parte de los objetivos ideológicos centrales del actual gobierno.
Que estos prejuicios hayan estado presentes en nuestro país desde siempre, no quiere decir que sean buenos prejuicios. En consecuencia, debemos analizarlos cuidadosa y responsablemente, para superarlos.
Frente al cometido específicamente direccionado de generar tensión, desconfianza y confrontación permanente entre los distintos estratos sociales, es pobre, como respuesta denigrar a quienes, entre los sectores con menos ventajas de nuestra sociedad, apoyan al actual gobierno.
En primer lugar, porque alguna razón debe haber para que ese conjunto de personas —¿o acaso por no estar bien educados, o no tener dinero, no son personas?— crea y quiera lo que cree y quiere. Que los estén engañando o utilizando no es, por muchas razones, culpa exclusiva de ellos. Debemos entonces preguntarnos cómo hemos, nosotros mismos (y nuestros antepasados), contribuido a tal estado de cosas.
En segundo lugar porque, si bien cualquier sociedad debería apoyarse, para su progreso, en el concurso eficaz de sus elementos más y mejor capacitados, también es cierto que la situación que compartimos no fue debidamente atendida por esos mismos elementos en el pasado, y así hemos caído en el presente estado.
Debemos desprendernos de la idea de la elite guiadora del todo social, pues no es, en esencia, distinta de la noción del líder que guía al pueblo como a su particular rebaño.
Los problemas actuales de la humanidad son tales, que tal paradigma resulta insostenible, por ineficiente y estrecho. Es necesario un cambio real y profundo en la concepción universal de la vida. Venezuela no puede, aunque lo intente, sustraerse a esta realidad.
En síntesis, estar mejor capacitado no basta. Si como ser humano no se tiene la capacidad para ponerse en el lugar del otro, y dejar a un lado cuanto impida entender la necesidad y el problema de ese otro, vendrá a ser, en la práctica, como si no se tuviera la capacidad en base a la cual se exigen derechos y privilegios.
Si esta sociedad hubiese sido concebida en el pasado como un proyecto inclusivo, justo, solidario, quizá no tendríamos la amarga experiencia de nuestros días. Pero hay que dudar de la capacidad de quienes, en cuanto clase social, cultural, política o económica, se juzgan con derecho a algún tipo de predominio, pues ya fracasaron en construir una sociedad compartida, que evitara la descomposición moral en la que hoy nos encontramos inmersos. Por esto, repito, debemos detenernos a revisar nuestros prejuicios, antes que seguir apoyándonos inertemente en ellos.
Debemos construir una sociedad mejor. Todos. Inclusivamente. Y es posible lograrlo. Pero tal objetivo no se alcanzará, mientras nos enganchemos en el juego perverso de descalificar al que no es como nosotros. Así, lo único que se recicla es el desconocimiento mutuo y la fragmentación social. Adivinen quién gana con tal estado de cosas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que una palabra importante sería la apertura, en oposición a los prejuicios. Apertura a lo diferente, luego el reconocimiento y respeto por ello.