sábado, 26 de enero de 2008

Ahora… la guerra

Ahora que quienes han estado postergados en Venezuela han dejado de estarlo, nuestro actual presidente juzga justo y necesario ordenarnos entrar en guerra.
Como ya se resolvió el congestionamiento de todos los fines de semana en las morgues de las principales ciudades del país, y ya no hay atracos, violaciones, niños de la calle ni indigentes podemos, todos, obedecer su llamado.
Para ello, toda la infraestructura del país funciona adecuadamente: las vías y las unidades de transporte público, el alumbrado, el abastecimiento alimentario, la agricultura y la ganadería, los hospitales, todo, todo, absolutamente todo ello, es ahora perfecto. Qué maravilla.
Ahora podemos todos, felices y orgullosos, ir a la guerra, sólo con escuchar la orden de quien nos conmina a no desperdiciar la oportunidad, a beneficiarnos y disfrutar juntos de los maravillosos beneficios de la guerra.
Los que vivimos en los barrios de Caracas, Maracaibo, Valencia, San Cristóbal o Barcelona ya no tenemos que preocuparnos, ya no tenemos que cuidarnos de los enfrentamientos entre bandas que a diario le agregan la emoción que sabemos a nuestras vidas, porque el enemigo que nuestro presidente ha decidido que tengamos, sí es digno de atención.
Se trata — ¿cómo podemos no entenderlo? — de apenas otro peldaño en la espiral dialéctica que nos conduce a la recuperación de nuestras tradiciones originarias. Vamos todos, pues, en revolución, al rescate de nuestra vieja tradición guerrera. Y no hagamos caso de la abyecta oposición burguesa que pudiera surgir ante este ansiado destino.
- ¿Quién es ahora el enemigo?, preguntará cualquier disociado.
- No importa, necesitamos rescatar nuestras tradiciones, sentenciará el dueño de tu vida.
- ¿Por qué?, insistirá el convocado a la pelea.
- Porque el enemigo nos ataca, quiere invadirnos, por eso.
- ¿De verdad?, insistirá el que tiene que hacer el esfuerzo de comprender.
- ¡La verdad no importa aquí, y tú no estás allí para pensar, así que anda al combate, o te enjuicio por traidor a la patria!
Entonces, como ya no hay necesidad de gobierno, porque todo está ya gobernado, iremos a la guerra. Sea contra el país hermano, nuestro vecino desde que el mundo es mundo, que seguirá siendo nuestro vecino después que la guerra nos destruya, o sea contra los habitantes del pálido infierno de la disidencia, si acaso recuperan poder en las elecciones de este año.
Con la revolución, dueña de la verdad, las opiniones no tienen razón de ser. No importa que la guerra sea un método que los países de América del Sur hayan desechado como vía para resolver conflictos reales. Porque nadie va a inventar un conflicto para iniciar una guerra. Ese truco lo aplicaban los antiguos dictadores, cuando no querían salir del poder.
Sólo sugeriremos desde el pálido infierno del disenso que, para recuperar plenamente la tradición, ajustemos nuestra constitución para que, igual que en los antiguos tiempos, el jefe sea el primero en ir al campo de batalla, en caso de guerra. El jefe debe estar allí, a pecho descubierto, intimidando al enemigo con su presencia.
Hacerlo así está en la lógica de la revolución. Estamos innovando, señalándole el rumbo a los pueblos del mundo. Por eso, el jefe debe pelear. No seremos cobardes, como otros países cuyos jefes se esconden en un bunker mientras los subalternos sudan y sangran. Nada de ¡Vamos a pelear: tú y él! No señor. Nuestros jefes serán ahora los primeros en aparecer cuando haya noticias del frente, metidos en la batalla. Así lograremos el rescate pleno de nuestra tradición. Así la guerra en el futuro tendrá pleno sentido.

Para hacer que la democracia funcione (si se quiere que haya democracia)



La democracia es un método de gobierno problemático. Requiere la existencia de ciudadanos. Requiere participación, vigilancia, supervisión. Tal vez por ello, difícilmente alguien pueda dar noticias de la existencia en algún país de tal cosa como “la perfecta democracia”. Eso es una utopía.
Porque los individuos tienden, en tiempos normales, a dedicarse a sus asuntos privados, a su familia, su formación, su estabilidad, a sí mismos. Bobbio dixit.
Es éste uno de los múltiples peligros y riesgos del ejercicio democrático: que la mayoría de los ciudadanos caiga en tal ensimismamiento que se olvide de los demás integrantes del cuerpo social, lo cual es puerta de entrada para múltiples desigualdades y atropellos. Y es preciso reconocer que, sin llegar a extremos de totalidad, ha sucedido y sucede en muchas sociedades.
Quizá, y sólo quizá, en aquellas sociedades cuya construcción y estabilidad se asienta en gran medida en la participación responsable de la mayoría de sus ciudadanos, tal sistema tenga posibilidades de alcanzar mejor desempeño democrático.
Porque si todo nos cuesta y pagamos los impuestos debidos al Estado, el gobierno, a quien designamos temporalmente para que maneje las instituciones del Estado, no puede hacer lo que le de la gana con el dinero, las instituciones, los servicios, la propiedad, el país. Como la mayoría concibe la sociedad así, resulta que todos sienten y entienden — con sus bemoles, claro — que todo es de todos.
Allí la cosa es más o menos así: todos forman el Estado; se ponen de acuerdo en su estructura y alcance. Entre todos deciden cómo va a ser gobernado ese Estado. Hecho eso, mediante elecciones le dan la responsabilidad de administrar ese Estado a uno o varios grupos de personas, durante cierto periodo de tiempo. Los gobernantes son, pues, servidores públicos, responsables ante toda la sociedad por todas sus acciones de gobierno.
Puede ser que alguna sociedad decida que es conveniente para ellos, por las razones que sea, tener una monarquía. Sin embargo, en nuestra época, ningún rey o reina gobierna, en los casos que lo hace efectivamente, solo: comparte el gobierno con un cuerpo designado por el resto de la sociedad para ello. El gobernante no es dueño de la sociedad.
Adicionalmente, en muchas sociedades, una larga práctica de convivencia social ha conducido, enfrentando problemas concretos, a estimar saludable para la estabilidad social, no sólo controlar el ejercicio del poder, sino también dividirlo, esto es, que las funciones de administrar política y económicamente lo público, se hallen separadas de las funciones de hacer leyes y aplicar justicia.
Siendo las funciones de gobierno, legislación y justicia independientes unas de otras, además del aporte del ciudadano al control social, cada poder se encarga de controlar al otro, para minimizar los abusos, amenaza que acompaña constantemente al poder, en cualquier ámbito.
Este sistema, según Luis Herrera Campíns reiteraba en su discurso de proclamación como presidente electo, es perfectible. La práctica colectiva cotidiana indica qué hace falta mejorar, y la ciudadanía en general debe participar en ello. Pero los responsables de las instituciones no quedan exentos de responsabilidad en ese perfeccionamiento. Son ciudadanos responsables de lo público ante todos los demás ciudadanos. No es el poder esotérico y teñido de divinidad falsa que practicamos entre nosotros.
Si todo lo anterior es así, podemos entender un poco la falla de nuestro sistema, políticamente hablando. Como nuestra sociedad no ha sido nunca plenamente democrática, las cosas entre nosotros funcionan de manera distinta.
En primer lugar, nuestra sociedad no ha contado nunca, con la participación de todos. Desde siempre, el cacicazgo ha impuesto obediencia. El petróleo es una riqueza que no exige esfuerzo colectivo para generar bienestar y prosperidad. Utilizado por el cacicazgo, ha sido y es un factor de imposición, pues una visión egoísta del poder ha excluido a muchos de los venezolanos, por siglos, de la dignidad humana implicada en la plena educación y el reconocimiento civil.
El actual gobierno, aparte de ser paradigma de utilización interesada y sesgada de esa riqueza, ha profundizado nuestro alejamiento de la democracia, al disolver la efectividad de los poderes y fundirlos en uno solo, amparado en la improbidad de la mayoría de los actuales legisladores y jueces, individuos sin ética propia, evidencia del fracaso de nuestra educación.
No es sólo que el gobierno sea deficiente, injusto. Si los restantes poderes son ejercidos cabalmente, en función del interés común, puede disminuirse tal impacto. También, aunque no deberían, pueden los legisladores ser inútiles. Ya se demostró suficientemente entre 1958 y 1998. Pero el sistema colapsa cuando todos los jueces, carentes de ética, olvidan la sociedad para plegarse a la voluntad de un amo.
Es en el plano judicial donde podemos frenar toda clase de abusos, incluida la arbitraria decisión de volvernos comunistas. Si los jueces son justos. Pero la ausencia de tales ciudadanos, acentuada desde hace nueve años, da lugar a toda clase de abusos y atropellos, como ahora, más que nunca antes, se producen entre nosotros. ¿Y cómo podía llegar a ser de otra manera, si no hemos tenido la paciencia y la apertura de pensarnos como sociedad, espoleados por la ambición del brillo y la riqueza fácil?
Tales funcionarios deficientes son resultado de nuestra educación. Ello explica que quienes deberían, si nuestra sociedad fuera democrática, tener no sólo el reconocimiento social, sino la actitud digna que su formación y eticidad debería conllevar, se refieran a otro funcionario público — responsable ante nosotros, como ellos, por el ejercicio de un poder que es de todos — como “comandante”.
No es que tal desviación no existiera entre nosotros en el pasado. Pero no olvidemos que, en ese pasado, por las razones que fuese, un presidente renunció cuando los demás poderes actuaron para que así sucediera. Además, no estamos condenados al pasado. El argumento de que porque antes se hacía, ahora también hay derecho a hacerlo revela, no sólo que es mentira la tan publicitada voluntad de cambiar, sino también que no vamos hacia nada mejor.
Entre las casi ninguna virtudes del actual gobierno está el haber puesto de relieve, aunque mediante politiquería, la profunda desigualdad y atraso que nos agobia como sociedad. Desconocer la necesidad colectiva de superar las actitudes y prácticas que nos han traído a nuestras actuales condiciones socioculturales, hará fracasar cualquier proyecto de país que podamos forjar.
Quienes rechazamos el oscurantismo cultural en que nos han mantenido el cacicazgo, el elitismo, el fanatismo y nuestra dependencia económica y política del petróleo proponemos, entre las futuras tareas sociopolíticas, invertir la riqueza común en transformar la mentalidad ciudadana, en capacitarnos para no necesitar de líder y para ejercernos, todos, con idoneidad social, sin esperar dádivas engañosas, para que podamos construir, juntos, una sociedad verdaderamente abierta y democrática.
Fortalezcamos la ciudadanía. Como sociedad, debemos alcanzar un estado tal que cada ciudadano esté en capacidad plena de gobernar, legislar y ejercer el poder porque, teniéndose a sí mismo, ni siquiera pensará en desconocer la totalidad social. La justicia deberá ser una función compartida, transparente, no producto discrecional de conveniencias particulares, como ha sido hasta ahora. Si no puedes plantearnos esto, político, entonces toma tus proyectos y guárdartelos.

jueves, 24 de enero de 2008

Cuento azul (Texto completo)

Marguerite Yourcenar
(1903 - 1987)


Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.

El Licenciado

No podía creerlo.
Sin embargo, allí estaba yo, esquivando los golpes del Licenciado, mientras reflejamente intentaba evitar cualquier estropicio en el modesto flux que tanto esfuerzo me había costado comprar — para ser honesto, el único que tenía—, debatiéndome inconscientemente en la estupefacción, en la sorpresa y el absurdo de estar liado a trompadas (sí, trompadas) con un personaje tan respetable. Bueno, liado, lo que se dice liado, más que la verdad es, a estas alturas, exageración de una imaginación calenturienta. Me defendía. Era el insólito Licenciado embistiéndome, con el portafolio en la mano, forcejando para deshacerse de la sujeción con la cual intentaba contenerlo, inmovilizándolo parcialmente de los brazos, mientras, sorprendido, intentaba convencerlo de que reasumiera su estatus.
¿Cómo diablos caí en esto?
A pesar de mi carácter, no recuerdo haber peleado muchas veces a lo largo de mi existencia. Será porque no me importa eso; no me hace falta, como dice la canción. Lo que si recuerdo es que nunca nadie la emprendió a puñetazos conmigo impunemente, aún cuando alguno pudiera decir, en términos literales, que me jodió. Es peligrosa esta palabra hispana. Aquí lo digo, no para provocar, sino con el significado de derrotar, vencer, como queda aquel que lleva la peor parte en una pelea a golpes. Jodido. Pero esto salía de las fronteras de lo real.
¿Acaso no había nada en aquella sala, o quizá en todo el universo, capaz de hacer que aquel loco recobrara la cordura? Si no fuera porque, como me sucedió en varias oportunidades, yo había intuido que lo que correspondía era desplegar una autodefensa que impidiera al lunático destrozarme la cara, por decir lo menos, juro que habría reventado de risa ante tan absurda circunstancia.
¿Y quién va a pensar que un señor maduro, entrado en años, al principio de una sana cincuentena, y ataviado no sólo con la indumentaria, sino aureolado con la gran reputación del ciudadano ilustre, la va a emprender a coñazos alegremente, así sin más y porque sí, en contra de uno? No podía creerlo.
Recuerdo que al llegar al recinto incierto en el que, con el telón de fondo de un juego de luces y sombras oblicuas e intermitentes, se escenificaba la agitada confrontación, alguien, un hombre igualmente maduro, aunque en este caso de contextura delgada, que vestía también un flux, pero de color blanco, con una camisa azul claro y una corbata negra, me había recibido afablemente, y me había explicado (o yo intuí que me había explicado; sería más propio decir que me advirtió) que tenía que participar en el juego. Seguramente a otros les cuadra, pero a mí me cuesta mucho llamar «juego» a una situación en la que crecientemente te sientes más y más amenazado.
Del juego, como tal juego, no obtuve, en fin, información precisa. Lo comprendí súbita y apresuradamente cuando, después de indicarme que «aquí viene el Licenciado...», el así llamado se abalanzó en mi contra inopinadamente al intentar (¡qué iluso soy a veces, Dios!) saludarlo cordialmente, como se supone desde siempre que uno debe saludar a quien nos presentan por primera vez.
Más aún si el nuevo personaje ostenta un grado académico. Aunque, bueno, esto en muchos casos es impreciso. La realidad es, más bien, que en esta sociedad los individuos utilizan el grado académico, y el mérito que usualmente suponemos corresponde al mismo, como un escudo, una lanza y una espada para obtener de los demás sumisión. Pero ése es otro asunto. Me estoy desviando del tema. Y no debo.
Como no debía desviar ahora mi atención del hombrecito que me lanzaba golpes con una ferocidad desaforada, al tiempo que me sonreía ¡cortésmente!, como si fuera ésa precisamente su manera para las presentaciones sociales.
Recuerdo que al principio intenté argumentar, explicar, mostrar que no había necesidad, que ésas no eran maneras, que qué pasaba. Pero nada. El hombre ahí, dale arremeter y arremeter. Cuando fui a estrechar su mano, todavía cubierto por el velo de la ignorancia (¿o quizá debo decir, de la inocencia?), con esa sonrisa social se me lanzó encima, haciendo tremolar el maletín que cargaba por encima de su cabeza, amenazando con desbaratarme de un solo golpe. Gracias a Dios, mis reflejos me permitieron controlar ese intento. Lo frené sujetándolo por los hombros, primeramente, Licenciado, ¿qué le pasa?, y una sonrisa sádica se dibujo en su rostro moreno. El contraste del bigote negrísimo con unos dientes blancos como los colmillos de un tigre de bengala me advirtió inmediatamente del peligro. No entendía en qué radicaba su disfrute.
El otro hombre, el delgado, se desplazaba mientras tanto en la penumbra a nuestro alrededor, atestiguando la pelea a la cual se me había comprometido sin contar con mi aquiescencia. Eso animal que todos llevamos dentro me hizo cerrar la figura, permitiéndome reconocer a través de una serie de señales mínimas y vertiginosas, la estructura del ataque. También creo haber escuchado en la voz del hombre de blanco algo así como que es la pelea, o tal vez, concéntrate en la pelea. O simplemente, ¡pelea!.
Si hubiera dicho también ¡pendejo!, o ¡pajúo!, la cosa habría quedado inmediatamente clara para mí. Habría sabido que estaba rodeado. De todas maneras, mientras mi ser se convocaba íntegramente para desplegar la defensa, se disparó en mí el saludable prejuicio de que aquel insignificante hombre no podía derrotarme recurriendo a la violencia. Todavía sentí unas ganas de reír casi irresistibles cuando el Licenciado, cuya madurez reía malévolamente, a pesar de su edad, intentó golpearme en la frente con la cabeza, al ver que había fracasado su primera arremetida.
Ahora que ya no importa, y tiene poco sentido imaginar las razones que habrá tenido para tales actos, me pregunto qué habrá sido todo eso. ¿Se habrá vuelto loco súbitamente? ¿Un ataque de histeria? ¿Esquizofrenia, tal vez?
Pero en aquella situación no tenía tiempo de andar dando vueltas en busca de explicaciones racionales. El tenebroso y amplio espacio desierto en el cual evolucionaba nuestra batalla era el indicio único y certero de que tenía que actuar. No había escape. El licenciado había llegado desde la lejanía, descendiendo por la escalera negra y metálica que se recortaba contra el otro espacio inmenso, el espacio de arriba, desde el cual llegaba una luz resplandeciente.
Nosotros dos estábamos en la sombra, y el hombre del traje blanco, cuando no se desplazaba a izquierda o derecha para permitirnos agonizar, se reclinaba en los primeros peldaños de esa escalera, apoyándose con los codos en el pasamanos, con actitud de chulo, chupando un cigarrillo que, al ser aspirado, iluminaba sombríamente las facciones descarnadas de su delgado rostro.
De manera que, nada, resolví dejar cualquier residuo de respeto aparte, y terminar con el motín lo más pronto posible, porque en realidad el Licenciado ya me estaba haciendo arrechar.
En ese momento cantó el gallo, y me desperté escuchando y sintiendo mi corazón enardecido rebotar inclementemente contra el colchón, mientras el frío de la mañana decembrina azotaba mis pies desnudos. Furioso, me arropé de nuevo, cerré los ojos rápidamente y, sin cambiar de posición, me fui a buscar el Licenciado en el sueño, antes que se me escapara. Esta vaina no se puede quedar así…


Diciembre 2006

miércoles, 23 de enero de 2008

Ánimo, nos tenemos unos a otros

Querid@s tod@s, hay que animarse. Me ha sucedido mucho, en los primeros días de este año, encontrar en much@s preocupación, ansia, escepticismo ante el inmediato porvenir. Quisiera darnos razones para sobreponernos.
Por supuesto, no seré yo quien haga un panegírico del pensar positivo y la evasión de lo desagradable. Me mantengo en el plano de la realidad. No invitaré al olvido y al vivir despreocupadamente, aunque ciertamente juzgo mejor estar predispuesto a la risa que a la tristeza. No necesariamente ello significa ingenuidad o inmadurez.
Pero sí quiero que tengan presente, tod@s, que contamos unos con otros, como siempre lo hemos hecho.
Que la circunstancia política no nos gusta, que se cayó la bolsa del Japón, que el Guaire amaneció limpio, que un político dijo alguna mentira, que la violencia en las calles es abrumadora, que el Ávila perdió quince centímetros…, son eventos alrededor de nuestra vida, susceptibles de ser manejados, por incómodos que puedan ser.
Precisamente para ello sirve nuestra humanidad, nuestro conocimiento y las competencias que hemos formado política, económica, académica, artística, artesanal o deportivamente. Parte de nuestra historia ya consiste en haber aportado soluciones ante tal tipo de circunstancias.
Que nos a sentim@s enferm@s, que tenemos problemas con nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros estudios, nuestra pareja, que tememos la muerte o la bancarrota…, son situaciones que podemos haber estado enfrentando tod@s desde que nacimos. Siempre estarán. Forman parte de la totalidad del vivir. ¿A qué rehuirlas? Lo que ha hecho la diferencia ante ellas, siempre, ha sido la actitud con la que las hemos enfrentado. En ninguna parte dice que tenemos que vivir y pensar siempre de la misma manera.
Siempre es tiempo de abrir nuestros horizontes. Siempre podemos actuar diferentemente. Podemos ser valientes, si hemos creído que no podemos serlo. Podemos ser firmes, si la duda ha señoreado antes nuestra existencia. Podemos ser libres, siempre que nos escojamos nosotros primero, y después a las cosas y las situaciones que hemos creado en nuestras vidas, sin andar haciendo nudos.
Y aún después de todo lo anterior, nos tenemos unos a otros. Podemos extender y solidificar la red de amistad y compartida que nos ha traído —aun cuando haya distancia física— juntos hasta el momento presente. Podemos recurrir siempre unos a otros para afianzarnos cuando lo necesitemos. Porque no somos héroes. Tenemos, y tendremos, altas y bajas.
Así que, ánimo. El camino es largo. Se extiende ante nosotros, por nosotros y para nosotros. Y no estamos solos. Nos tenemos unos a otros, como siempre. Podemos emprender la marcha, deshaciéndonos de las valijas de la duda, el temor, el resentimiento y afines. No creo necesario recordarte que puedes llamarme en cualquier momento, si quieres, te provoca y te hace sentido. Allí estaré. Nuestras existencias se expandirán y adquirirán mayor belleza, siempre que la fusión de nuestros horizontes se produzca. Ánimo. Suéltate de la isla. Siempre hay más, infinitamente más, en el océano del ser.

El secuestro en Venezuela

De nuevo, formateado para publicación...

Contra lo que pudiera pensarse, el secuestro no llegó a Venezuela por contacto con lo foráneo, ni se debe sólo a nuestro cambio social, inmersos como estamos en la espiral de la globalización. Tampoco es la escueta delincuencia su exclusiva manifestación.
Entre nosotros, el secuestro como hábito y oficio tiene larga data, extremo arraigo y amplio espectro, desde la apropiación vulgar y crasa de lo que otro es, tiene o ha creado, hasta la negación radical de ese otro, por cualquier método de desconocimiento existente.
Sin embargo, construir sociedad exige, con extrema urgencia, enfocarnos en la estimación de esta realidad sociopolítica nuestra, amenaza intrínseca para cualquier proyecto de país que nos planteemos. Nuestros esfuerzos pueden ser vanos, si no reconocemos qué prejuicios hay en nuestro imaginario, y los cuestionamos.
Repugna constatar el recurrente desconocimiento del otro en sus acciones y méritos, sólo para galvanizar una idea política fundamentalista, no dispuesta a transigencias. Esta negación confunde en los postergados habituales el sentido de la totalidad, empobreciéndolos(nos), aunque el discurso se pretenda modelo de inclusión y reivindicación.
Hay espacios y conquistas públicas hoy secuestrados, como el Metro, PDVSA, el Teresa Carreño o la descentralización política administrativa, torpedeada desde el inicio de su vida. Pero también ciertos hábitos de diversos agentes políticos revelan mentalidad de secuestrador.
La actitud ambiciosa de los héroes madrugadores es, en tal sentido, paradigmática: al atribuirse la propiedad exclusiva de la victoria de diciembre de 2007, descalifican y desconocen a quienes sí incidieron crucialmente en la formación de opinión pública. La miopía de esos pseudopolíticos posibilita que la semilla del mal siga teniendo tanto éxito hoy entre nosotros.
Esos detallitos irresponsables explican que alguien presente nuestra historia oponiendo al tenebroso período antiguo la luminosa actualidad, y el rebaño aplauda. Es sólo otro episodio en la saga de taras históricas adheridas a nuestra idiosincrasia.
La muy nuestra la práctica de negar al otro, sus ideas y acciones, para añadir esplendor al proyecto dominante, quizá sólo haya tenido una breve tregua entre 1958 y 1998, durante la incompleta democracia, con esfuerzos tangibles por alcanzar una visión y una práctica menos mezquina de nosotros.
Ante la necesidad de recuperarnos como proyecto de sociedad en el forjamiento colectivo de una moralidad autóctona, quizá debamos todos encarar la tarea de buscar la superación, inclusivamente, del paradigma que nos hace comportarnos como una sociedad de secuestradores. Aunque sólo sea para trascendernos a nosotros mismos.

viernes, 18 de enero de 2008

El secuestro en Venezuela

En Venezuela, el secuestro no es nada extraño. Al contrario de lo que pudiera pensarse, no se trata de una realidad que haya llegado a nosotros a través del contacto con prácticas foráneas, ni se relaciona únicamente con el auge de un determinado desplazamiento en la conformación de nuestro estado sociológico, inmersos como estamos en la espiral de la globalización. Ni siquiera es una realidad cuya exclusiva manifestación sea la escueta delincuencia.
Es más bien entre nosotros una práctica cultural de larga data y extremo arraigo, cuyas manifestaciones abarcan desde la apropiación vulgar y crasa de lo que pertenece a otro — como propiedad tangible o intangible; corresponde, este caso, a lo que comúnmente denominamos plagio —, hasta la negación radical de ese otro, por cualquiera de los métodos de desconocimiento existentes, lo que en última instancia se diferencia poco de la primera modalidad de plagio, aunque el(los) secuestrador(es) logre(n), en este último caso, mantener ocultas sus acciones durante un período considerable de tiempo.
Con miras a construir sociedad para el futuro, pareciera ser una tarea política de ineludible urgencia la de revelar y considerar la estimación que tenemos de esta realidad sociopolítica nuestra, latente como amenaza intrínseca de cualquier proyecto de país que se pretenda plantear. En otras palabras, nuestros esfuerzos pueden resultar vanos si no partimos de una sana y honesta apreciación de la realidad, del reconocimiento y cuestionamiento de los prejuicios que nos subyacen como imaginario.
Resulta extremamente odioso, de manera especial en estos tiempos, constatar cómo se desconoce recurrentemente al otro, en sus acciones y méritos, simplemente por el afán de negar una parte de la realidad, para galvanizar una idea política fundamentalista, nada dispuesta a cualquier transigencia. Esto implica denigrar y descalificar “lo otro”, con la consecuencia de que se pierde, para muchos de los objetos de esta clase de discurso —los postergados habituales—, el sentido de la totalidad.
Piénsese en el uso que hoy se hace de espacios y conquistas de carácter público, como el Metro de Caracas, PDVSA, el Teatro Teresa Carreño o el proceso de descentralización política administrativa, torpedeado desde sus primeros años de vida. Pero pensemos también cuál ha sido la actitud de diversos agentes políticos de gobierno y oposición pasado el referendo del 2 de diciembre: descalificaciones a granel, e intentos de negarle méritos a quienes incidieron crucialmente en la formación de opinión pública. La guinda del pastel, los héroes madrugadores, quienes a través de la publicidad han pretendido aparecer como responsables casi exclusivos de la victoria. No hacen falta nombres. Usemos la libertad de pensar críticamente para identificar a esos secuestradores potenciales.
Así se llega a dividir la historia de una sociedad en el tenebroso período antiguo y el luminoso período actual. Esta manera irresponsable de hacer uso del poder efectivo, comunicacional, legal y judicial, no es mas que un nuevo capítulo en la saga de taras históricas que permanecen adheridas a nuestra idiosincrasia, desde que entramos en contacto pleno con la occidentalidad.
Sin embargo, no debemos pensar que es sólo ahora cuando ha devenido moda entre nosotros actuar así. Al contrario, aunque quizá más sutilmente, esta práctica de la negación del otro, con la correlativa apropiación de sus ideas y sus acciones para añadir esplendor al proyecto circunstancialmente dominante, existe desde que comenzó la guerra de independencia. Quizá, y esto hay que revisarlo y considerarlo ahora con toda honestidad, para comprender el fenómeno, el único período en el cual se han llevado a cabo esfuerzos tangibles por tener una visión y una práctica menos mezquina de nosotros, ha sido la breve tregua de incipiente democracia que hemos tenido entre 1958 y 1998.
No debiera ser un secreto la necesidad de recuperarnos como proyecto de sociedad a través del forjamiento colectivo de una moralidad autóctona. Teniendo estas ideas en cuenta, clara y distintamente, quizá debamos ahora encarar con seriedad, ante las múltiples amenazas negadoras y totalitarias que hoy acechan a nuestra sociedad, la urgente tarea de pensar cómo superamos, en cuanto colectivo, el paradigma que nos hace comportarnos cíclicamente como una sociedad de secuestradores. Aunque sólo sea para trascendernos a nosotros mismos.

miércoles, 16 de enero de 2008

El arca de los aprendices

Uno de las más insidiosas amenazas que acechan al ser humano durante todos los instantes de su existencia, es la de ser arrastrado por el huracán de la propia arrogancia. Quizá convenga que examinemos el prejuicio con el cual juzgamos la ignorancia, propia o ajena, haciendo énfasis en el primer tipo.
Una muy larga tradición occidental nos lleva a calificar la ignorancia y sus manifestaciones sólo desde una óptica negativa, como la primera manifestación del mal en el mundo. Sin embargo, como un imperativo para la superación de la modernidad, propongo que demos una mirada a sus aspectos positivos, perspectiva que juzgo más prometedora que la tradicional. Propongo, a quienes pudieran considerarse aprendidos, una actitud: la de evaluar la conveniencia de desaprender.
Avasallados como estamos por la miríada de información, datos, novedades, avances y toda la corte de distracciones que interfieren los senderos de la luz, resulta cómodo reclinarse y dejar que la corriente adormezca nuestro espíritu para transportarnos a los destinos comunes, conocidos y comprobados.
Miramos con horror las posibilidades que no implican como consecuencia el éxito, el triunfo, el bienestar, etc. Miramos con horror la ignorancia. Pero, al hacerlo así, muchas veces perdemos de vista que rechazando lo que hemos aprendido que se debe rechazar, cerramos para nosotros amplios horizontes de vivencia y comprensión que pueden incluso —¿por qué no?— mejorar lo que nuestra autosuficiencia revela como perfecto, acabado.
Estar completo, tenerlo todo, saberlo todo es el equivalente existencial de estar muerto. No pretendo circunscribir este planteamiento al campo escolar, o cultural, o político o tecnológico. Quiero, más bien, explorar la cuestión con amplitud, invitar a que pensemos si puede haber o no en la ignorancia, propia o ajena, algo que debamos y podamos aprender.
Quizá concordaremos en que la base de todo fanatismo contiene alguna dosis de ignorancia. Pero todo desconocimiento implica negarse a aceptar algo o, al revés, aceptar nuestra ignorancia de ese algo. De manera que cuando, asumiéndonos sabios, rechazamos o desconocemos a los ignorantes, nos convertimos voluntariamente en ignorantes.
Esto no sucede sin consecuencias. La exclusión social, cultural, académica y política, manifestada en diversos momentos históricos, ha tenido su génesis en este tipo de racionalizaciones. Pretender la posesión absoluta de la sabiduría puede hundirnos en el vasto océano de la ignorancia.
Por ello, quizá sea mejor asumirla, aceptarla. Quizá convenga preguntarnos constantemente, en cada uno de nuestros actos, cómo participamos en la ignorancia del otro, o si no estaremos siendo nosotros mismos los vehículos mediante los cuales la ignorancia se despliega en el universo.
Sin necesidad de arrogancia, sólo valiéndonos de una curiosidad humilde, quizá podamos alcanzar un acercamiento más diáfano al hecho sencillo y cotidiano de la plenitud de la vida, reconociendo la diversidad natural de la existencia, propia y ajena.
Nos es preciso detenernos y reinventar lo que permitimos en este mundo nuestro. Y navegar el océano del ser con la firmeza de poseer ciertas pequeñas pistas y recursos para nuestra travesía por los universos, pero sin desairar a nadie, sin atropellar al diferente, dándole cálida bienvenida a quienes se asuman, como nosotros, aprendices constantes de la vida, viajando en el arca de los que recitan constantemente como el personaje de Amado:

vamos de veras
por el mundo afuera


Quizá. Sólo quizá.

La cultura de la discriminación en Venezuela (I)

Entre las múltiples amenazas que hoy enfrenta la posible sociedad venezolana está nuestra cultura de la discriminación, terrible como el asaltante que aparece frente a nosotros de repente desde cualquier posición, real o ficticia, en la cual sólo tiene sentido él y para él, apuntándonos con fusil, puñal o revólver, trinchera de la imaginación desde la cual nuestra entidad social queda disuelta, y desaparecemos todos, reducida nuestra individualidad o colectividad a la abstracta voluntad del agresor.
Parece sencillo plantear el problema de la discriminación, especialmente estando habituados a la insensatez conceptual, según la cual despachamos deprisa cualquier noción colocándole cualquier etiqueta para el discurso del momento, y desechamos el resto, aunque en ese “resto” se disuelva precisamente la sustancia del concepto.
Sin embargo, esta realidad es un monstruo de mil cabezas, que ya en el pasado ha hundido en atroz barbarie la moralidad y cultura de sociedades enteras, mucho más añejas y experimentadas que la nuestra. Quizá, y sólo quizá, este elemento discriminatorio ha podido adquirir tal impulso destructor, precisamente por el menosprecio con el que, hasta el momento en que se desarrolló con total plenitud, la mayoría del cuerpo social consideraba sus manifestaciones.
Aún cuando no hubiese una amenaza tangible, que no es el caso actual de Venezuela, toda sociedad debe ejercerse en cuanto tal, de manera que la dignidad integral del ser humano resulte siempre preservada, cualesquiera sean los avatares socioculturales, políticos y económicos que como colectivo tenga que afrontar.
A esto puede objetarse que la venezolana es una sociedad viciada de origen, pues en ella nunca ha sido la ciudadanía —que, insistiré, todavía tenemos que ver si existe entre nosotros— la que ha guiado la construcción del tejido sociopolítico, sino el caudillo, o quien(es) monopolice(n) el poder a través del control del petróleo.
Sin embargo, lo único importante, en tal sentido, es reconocer críticamente que nuestra realidad ha sido, hasta ahora, que estamos habituados a la discriminación excluyente. Es sano, antes que apresurarnos a la negación acrítica, detenernos a considerar cuál ha sido la evolución de nuestra formación social, para no extraviarnos en el discurso plenamente racista y culpabilizador que quienes hoy tienen la responsabilidad del gobierno se empeñan en obligarnos a aceptar como verdad absoluta.
Lo contrario implica aceptar la tesis de la retaliación, esto es, que hay que desbaratar a cuanto extranjero huelle los caminos del país en virtud de crímenes históricos reales o supuestos, como si se ganara algo al atar un nuevo nudo al cordón de las injurias, simplemente porque quienes hoy pretenden secuestrar absolutamente nuestra posibilidad social sostienen una interpretación del mundo donde sólo es bueno aquello en lo que pretenden radicar nuestra autoctonía.
Esta discriminación de razas, nacionalidad y credo con fines políticos, que apunta a la comisión futura de exabruptos temibles, resulta hoy complementada con la ejercida contra quienes laboran en la administración pública, víctimas de escrutinio indebido sobre sus creencias, opiniones políticas y clase social. Este colectivo anonimizado por un ejercicio injusto del poder, se ve así sometido a tensiones y desgastes que atentan contra su dignidad de seres humanos. Sin embargo, no son estos los únicos vagones de nuestro modelo actual del tren de la discriminación. Debemos continuar este examen. Como lo bello, lo justo es difícil.

La cultura de la discriminación en Venezuela (II)

Lo justo es difícil, tanto conocerlo como practicarlo. Y si lo es en el plano del despliegue de la personalidad individual, su dificultad intrínseca crece a medida que su orientación se desplaza hacia el ámbito de la conducta pública, hacia la cotidiana interacción social con nuestros semejantes.
Nos hemos aproximado, de una manera tímida, al problema de la discriminación, bajo la noción de práctica política de la exclusión como mecanismo de dominio social, en la primera parte de este escrito. Y habíamos apagado los reflectores, dejando pendiente la escena de la persecución de la cual son hoy víctimas cotidianas quienes trabajan en el sector público venezolano.
Nuestro gobierno actual es paradigmático en cuanto a la injusta práctica del secuestro de instituciones y realidades. Su interpretación de la realidad implica una Venezuela nacida roja, que sólo existe en términos de su propia y exclusiva voluntad, desde que es gobierno. Así, nadie que no vista, piense, coma y camine en rojo, tiene derecho a trabajar en el sector público, o a contratar con el Estado. Tales personas, de acuerdo con los postulados de esta Nueva Atlántida, tienen que ser rojas, o enrojecerse, hasta los ojos, oídos y dientes, so pena de ser arrojados al pálido infierno en el que habitamos quienes no aceptamos el racismo que hay en la ficción fascista del líder único manejando a discreción “su” rebaño.
Sin embargo, así como ya es suficiente desgracia social que esta realidad se esté verificando actualmente, por enésima vez en nuestra historia, resulta grave constatar que la actitud discriminatoria permanece en nosotros, esperando únicamente la oportunidad de la retaliación. Otro proyecto secuestrador célebre, el del día de Carmona, ilustra bien el caso.
La cultura de la discriminación reside en nosotros de una manera tan habitual que ni siquiera nos damos cuenta de ella y, en obvia consecuencia, no percibimos la amenaza que implica para todos los venezolanos, presentes o futuros. Es un problema de formación social, de posicionamiento crítico ante nosotros mismos, ante el prejuicio según el cual vivimos la vida. Un problema que debemos enfrentar entre todos, y abiertamente. Debemos revisar, para ello, aquel otro prejuicio negativo nuestro, el de “sólo la élite”, “sólo las mejores inteligencias”. Porque es un problema democrático, de simples seres humanos.
Esto explica tanto que quienes tienen el poder efectivo, político o económico, ejerzan el chantaje contra sus empleados, como que los de la acera contraria arremetan contra esos empleados, cuyo único crimen consiste, en la mayoría de los casos, en esforzarse por preservar su trabajo, pues saben que la alternativa puede implicar competir por su sustento con buhoneros, recogedores de latas, raperos y equilibristas de semáforo. Quienes juzgan con base en estas generalizaciones simplificadoras, suelen obviar la necesidad y la condición humana de aquel al que juzgan. Ante esto, siempre es sano preguntarse qué haría uno estando en el lugar del otro.
Las expresiones de rechazo y animadversión que esto trae consigo, folklóricas algunas, conllevan el germen de la violencia fascista, porque se pasa fácil y de manera simplista, a asumir que el que usa una prenda roja es chavista y el que no, no. Con la consecuencia de que, gracias a la aceptación que le hemos conferido colectivamente al discurso divisor del poderoso de turno, incluso familias se han visto enfrentadas y rotas por causa de disensos políticos.
Del mismo modo, hay quienes apoyan al actual presidente, y sienten por ello su deber agredir en cualquier modo y extensión a cuanto extranjero, judío, o cualquiera que cuadre con sus peligrosamente difusas nociones de “oligarca” o “imperialista”, sea porque trabaje en una transnacional, porque disienta de sus interpretación de la realidad o, simplemente, porque esté decentemente vestido. Pero también hay, del otro lado, quienes mantienen el discurso de que hay que acabar con los “monos”, los negros, los marginales, los “caliches”, los indígenas, por flojos, por atenidos. Etcétera. ¿Qué nos espera como sociedad, si no logramos articular un discurso y una acción política que permita desmontar el explosivo mecanismo nacido de ésta, la aberración cultural que hasta hoy permitimos entre nosotros?
Es mentira que sea necesaria la venganza, incluso cuando los motivos sean objetivos, en lo personal y en lo colectivo. Como sociedad debemos, primero, conocer nuestra historia para actuar asertivamente en construir un proyecto de país incluyente, que supere nuestras experiencias pasadas, sin negaciones estúpidas, pero también sin manipulaciones egoístas. Colectivamente, debemos superar nuestra ignorancia.
Hay en Venezuela suficiente capital humano para construir un cuerpo social sano y valioso, en el cual el encuentro mutuo y la inclusión integren el conjunto de valores que la sociedad venezolana se empeñe diariamente en perfeccionar. No es cuestión de un día, ni de pocos años. Tampoco depende del advenimiento de un iluminado. Pero podemos lograrlo. Si no nos convencemos de ello, nosotros mismos tornaremos difícil regresar a tierra firme desde este i(t)smo.