sábado, 26 de enero de 2008

Ahora… la guerra

Ahora que quienes han estado postergados en Venezuela han dejado de estarlo, nuestro actual presidente juzga justo y necesario ordenarnos entrar en guerra.
Como ya se resolvió el congestionamiento de todos los fines de semana en las morgues de las principales ciudades del país, y ya no hay atracos, violaciones, niños de la calle ni indigentes podemos, todos, obedecer su llamado.
Para ello, toda la infraestructura del país funciona adecuadamente: las vías y las unidades de transporte público, el alumbrado, el abastecimiento alimentario, la agricultura y la ganadería, los hospitales, todo, todo, absolutamente todo ello, es ahora perfecto. Qué maravilla.
Ahora podemos todos, felices y orgullosos, ir a la guerra, sólo con escuchar la orden de quien nos conmina a no desperdiciar la oportunidad, a beneficiarnos y disfrutar juntos de los maravillosos beneficios de la guerra.
Los que vivimos en los barrios de Caracas, Maracaibo, Valencia, San Cristóbal o Barcelona ya no tenemos que preocuparnos, ya no tenemos que cuidarnos de los enfrentamientos entre bandas que a diario le agregan la emoción que sabemos a nuestras vidas, porque el enemigo que nuestro presidente ha decidido que tengamos, sí es digno de atención.
Se trata — ¿cómo podemos no entenderlo? — de apenas otro peldaño en la espiral dialéctica que nos conduce a la recuperación de nuestras tradiciones originarias. Vamos todos, pues, en revolución, al rescate de nuestra vieja tradición guerrera. Y no hagamos caso de la abyecta oposición burguesa que pudiera surgir ante este ansiado destino.
- ¿Quién es ahora el enemigo?, preguntará cualquier disociado.
- No importa, necesitamos rescatar nuestras tradiciones, sentenciará el dueño de tu vida.
- ¿Por qué?, insistirá el convocado a la pelea.
- Porque el enemigo nos ataca, quiere invadirnos, por eso.
- ¿De verdad?, insistirá el que tiene que hacer el esfuerzo de comprender.
- ¡La verdad no importa aquí, y tú no estás allí para pensar, así que anda al combate, o te enjuicio por traidor a la patria!
Entonces, como ya no hay necesidad de gobierno, porque todo está ya gobernado, iremos a la guerra. Sea contra el país hermano, nuestro vecino desde que el mundo es mundo, que seguirá siendo nuestro vecino después que la guerra nos destruya, o sea contra los habitantes del pálido infierno de la disidencia, si acaso recuperan poder en las elecciones de este año.
Con la revolución, dueña de la verdad, las opiniones no tienen razón de ser. No importa que la guerra sea un método que los países de América del Sur hayan desechado como vía para resolver conflictos reales. Porque nadie va a inventar un conflicto para iniciar una guerra. Ese truco lo aplicaban los antiguos dictadores, cuando no querían salir del poder.
Sólo sugeriremos desde el pálido infierno del disenso que, para recuperar plenamente la tradición, ajustemos nuestra constitución para que, igual que en los antiguos tiempos, el jefe sea el primero en ir al campo de batalla, en caso de guerra. El jefe debe estar allí, a pecho descubierto, intimidando al enemigo con su presencia.
Hacerlo así está en la lógica de la revolución. Estamos innovando, señalándole el rumbo a los pueblos del mundo. Por eso, el jefe debe pelear. No seremos cobardes, como otros países cuyos jefes se esconden en un bunker mientras los subalternos sudan y sangran. Nada de ¡Vamos a pelear: tú y él! No señor. Nuestros jefes serán ahora los primeros en aparecer cuando haya noticias del frente, metidos en la batalla. Así lograremos el rescate pleno de nuestra tradición. Así la guerra en el futuro tendrá pleno sentido.

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