miércoles, 16 de enero de 2008

La cultura de la discriminación en Venezuela (II)

Lo justo es difícil, tanto conocerlo como practicarlo. Y si lo es en el plano del despliegue de la personalidad individual, su dificultad intrínseca crece a medida que su orientación se desplaza hacia el ámbito de la conducta pública, hacia la cotidiana interacción social con nuestros semejantes.
Nos hemos aproximado, de una manera tímida, al problema de la discriminación, bajo la noción de práctica política de la exclusión como mecanismo de dominio social, en la primera parte de este escrito. Y habíamos apagado los reflectores, dejando pendiente la escena de la persecución de la cual son hoy víctimas cotidianas quienes trabajan en el sector público venezolano.
Nuestro gobierno actual es paradigmático en cuanto a la injusta práctica del secuestro de instituciones y realidades. Su interpretación de la realidad implica una Venezuela nacida roja, que sólo existe en términos de su propia y exclusiva voluntad, desde que es gobierno. Así, nadie que no vista, piense, coma y camine en rojo, tiene derecho a trabajar en el sector público, o a contratar con el Estado. Tales personas, de acuerdo con los postulados de esta Nueva Atlántida, tienen que ser rojas, o enrojecerse, hasta los ojos, oídos y dientes, so pena de ser arrojados al pálido infierno en el que habitamos quienes no aceptamos el racismo que hay en la ficción fascista del líder único manejando a discreción “su” rebaño.
Sin embargo, así como ya es suficiente desgracia social que esta realidad se esté verificando actualmente, por enésima vez en nuestra historia, resulta grave constatar que la actitud discriminatoria permanece en nosotros, esperando únicamente la oportunidad de la retaliación. Otro proyecto secuestrador célebre, el del día de Carmona, ilustra bien el caso.
La cultura de la discriminación reside en nosotros de una manera tan habitual que ni siquiera nos damos cuenta de ella y, en obvia consecuencia, no percibimos la amenaza que implica para todos los venezolanos, presentes o futuros. Es un problema de formación social, de posicionamiento crítico ante nosotros mismos, ante el prejuicio según el cual vivimos la vida. Un problema que debemos enfrentar entre todos, y abiertamente. Debemos revisar, para ello, aquel otro prejuicio negativo nuestro, el de “sólo la élite”, “sólo las mejores inteligencias”. Porque es un problema democrático, de simples seres humanos.
Esto explica tanto que quienes tienen el poder efectivo, político o económico, ejerzan el chantaje contra sus empleados, como que los de la acera contraria arremetan contra esos empleados, cuyo único crimen consiste, en la mayoría de los casos, en esforzarse por preservar su trabajo, pues saben que la alternativa puede implicar competir por su sustento con buhoneros, recogedores de latas, raperos y equilibristas de semáforo. Quienes juzgan con base en estas generalizaciones simplificadoras, suelen obviar la necesidad y la condición humana de aquel al que juzgan. Ante esto, siempre es sano preguntarse qué haría uno estando en el lugar del otro.
Las expresiones de rechazo y animadversión que esto trae consigo, folklóricas algunas, conllevan el germen de la violencia fascista, porque se pasa fácil y de manera simplista, a asumir que el que usa una prenda roja es chavista y el que no, no. Con la consecuencia de que, gracias a la aceptación que le hemos conferido colectivamente al discurso divisor del poderoso de turno, incluso familias se han visto enfrentadas y rotas por causa de disensos políticos.
Del mismo modo, hay quienes apoyan al actual presidente, y sienten por ello su deber agredir en cualquier modo y extensión a cuanto extranjero, judío, o cualquiera que cuadre con sus peligrosamente difusas nociones de “oligarca” o “imperialista”, sea porque trabaje en una transnacional, porque disienta de sus interpretación de la realidad o, simplemente, porque esté decentemente vestido. Pero también hay, del otro lado, quienes mantienen el discurso de que hay que acabar con los “monos”, los negros, los marginales, los “caliches”, los indígenas, por flojos, por atenidos. Etcétera. ¿Qué nos espera como sociedad, si no logramos articular un discurso y una acción política que permita desmontar el explosivo mecanismo nacido de ésta, la aberración cultural que hasta hoy permitimos entre nosotros?
Es mentira que sea necesaria la venganza, incluso cuando los motivos sean objetivos, en lo personal y en lo colectivo. Como sociedad debemos, primero, conocer nuestra historia para actuar asertivamente en construir un proyecto de país incluyente, que supere nuestras experiencias pasadas, sin negaciones estúpidas, pero también sin manipulaciones egoístas. Colectivamente, debemos superar nuestra ignorancia.
Hay en Venezuela suficiente capital humano para construir un cuerpo social sano y valioso, en el cual el encuentro mutuo y la inclusión integren el conjunto de valores que la sociedad venezolana se empeñe diariamente en perfeccionar. No es cuestión de un día, ni de pocos años. Tampoco depende del advenimiento de un iluminado. Pero podemos lograrlo. Si no nos convencemos de ello, nosotros mismos tornaremos difícil regresar a tierra firme desde este i(t)smo.

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