miércoles, 23 de enero de 2008

El secuestro en Venezuela

De nuevo, formateado para publicación...

Contra lo que pudiera pensarse, el secuestro no llegó a Venezuela por contacto con lo foráneo, ni se debe sólo a nuestro cambio social, inmersos como estamos en la espiral de la globalización. Tampoco es la escueta delincuencia su exclusiva manifestación.
Entre nosotros, el secuestro como hábito y oficio tiene larga data, extremo arraigo y amplio espectro, desde la apropiación vulgar y crasa de lo que otro es, tiene o ha creado, hasta la negación radical de ese otro, por cualquier método de desconocimiento existente.
Sin embargo, construir sociedad exige, con extrema urgencia, enfocarnos en la estimación de esta realidad sociopolítica nuestra, amenaza intrínseca para cualquier proyecto de país que nos planteemos. Nuestros esfuerzos pueden ser vanos, si no reconocemos qué prejuicios hay en nuestro imaginario, y los cuestionamos.
Repugna constatar el recurrente desconocimiento del otro en sus acciones y méritos, sólo para galvanizar una idea política fundamentalista, no dispuesta a transigencias. Esta negación confunde en los postergados habituales el sentido de la totalidad, empobreciéndolos(nos), aunque el discurso se pretenda modelo de inclusión y reivindicación.
Hay espacios y conquistas públicas hoy secuestrados, como el Metro, PDVSA, el Teresa Carreño o la descentralización política administrativa, torpedeada desde el inicio de su vida. Pero también ciertos hábitos de diversos agentes políticos revelan mentalidad de secuestrador.
La actitud ambiciosa de los héroes madrugadores es, en tal sentido, paradigmática: al atribuirse la propiedad exclusiva de la victoria de diciembre de 2007, descalifican y desconocen a quienes sí incidieron crucialmente en la formación de opinión pública. La miopía de esos pseudopolíticos posibilita que la semilla del mal siga teniendo tanto éxito hoy entre nosotros.
Esos detallitos irresponsables explican que alguien presente nuestra historia oponiendo al tenebroso período antiguo la luminosa actualidad, y el rebaño aplauda. Es sólo otro episodio en la saga de taras históricas adheridas a nuestra idiosincrasia.
La muy nuestra la práctica de negar al otro, sus ideas y acciones, para añadir esplendor al proyecto dominante, quizá sólo haya tenido una breve tregua entre 1958 y 1998, durante la incompleta democracia, con esfuerzos tangibles por alcanzar una visión y una práctica menos mezquina de nosotros.
Ante la necesidad de recuperarnos como proyecto de sociedad en el forjamiento colectivo de una moralidad autóctona, quizá debamos todos encarar la tarea de buscar la superación, inclusivamente, del paradigma que nos hace comportarnos como una sociedad de secuestradores. Aunque sólo sea para trascendernos a nosotros mismos.

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