miércoles, 16 de enero de 2008

El arca de los aprendices

Uno de las más insidiosas amenazas que acechan al ser humano durante todos los instantes de su existencia, es la de ser arrastrado por el huracán de la propia arrogancia. Quizá convenga que examinemos el prejuicio con el cual juzgamos la ignorancia, propia o ajena, haciendo énfasis en el primer tipo.
Una muy larga tradición occidental nos lleva a calificar la ignorancia y sus manifestaciones sólo desde una óptica negativa, como la primera manifestación del mal en el mundo. Sin embargo, como un imperativo para la superación de la modernidad, propongo que demos una mirada a sus aspectos positivos, perspectiva que juzgo más prometedora que la tradicional. Propongo, a quienes pudieran considerarse aprendidos, una actitud: la de evaluar la conveniencia de desaprender.
Avasallados como estamos por la miríada de información, datos, novedades, avances y toda la corte de distracciones que interfieren los senderos de la luz, resulta cómodo reclinarse y dejar que la corriente adormezca nuestro espíritu para transportarnos a los destinos comunes, conocidos y comprobados.
Miramos con horror las posibilidades que no implican como consecuencia el éxito, el triunfo, el bienestar, etc. Miramos con horror la ignorancia. Pero, al hacerlo así, muchas veces perdemos de vista que rechazando lo que hemos aprendido que se debe rechazar, cerramos para nosotros amplios horizontes de vivencia y comprensión que pueden incluso —¿por qué no?— mejorar lo que nuestra autosuficiencia revela como perfecto, acabado.
Estar completo, tenerlo todo, saberlo todo es el equivalente existencial de estar muerto. No pretendo circunscribir este planteamiento al campo escolar, o cultural, o político o tecnológico. Quiero, más bien, explorar la cuestión con amplitud, invitar a que pensemos si puede haber o no en la ignorancia, propia o ajena, algo que debamos y podamos aprender.
Quizá concordaremos en que la base de todo fanatismo contiene alguna dosis de ignorancia. Pero todo desconocimiento implica negarse a aceptar algo o, al revés, aceptar nuestra ignorancia de ese algo. De manera que cuando, asumiéndonos sabios, rechazamos o desconocemos a los ignorantes, nos convertimos voluntariamente en ignorantes.
Esto no sucede sin consecuencias. La exclusión social, cultural, académica y política, manifestada en diversos momentos históricos, ha tenido su génesis en este tipo de racionalizaciones. Pretender la posesión absoluta de la sabiduría puede hundirnos en el vasto océano de la ignorancia.
Por ello, quizá sea mejor asumirla, aceptarla. Quizá convenga preguntarnos constantemente, en cada uno de nuestros actos, cómo participamos en la ignorancia del otro, o si no estaremos siendo nosotros mismos los vehículos mediante los cuales la ignorancia se despliega en el universo.
Sin necesidad de arrogancia, sólo valiéndonos de una curiosidad humilde, quizá podamos alcanzar un acercamiento más diáfano al hecho sencillo y cotidiano de la plenitud de la vida, reconociendo la diversidad natural de la existencia, propia y ajena.
Nos es preciso detenernos y reinventar lo que permitimos en este mundo nuestro. Y navegar el océano del ser con la firmeza de poseer ciertas pequeñas pistas y recursos para nuestra travesía por los universos, pero sin desairar a nadie, sin atropellar al diferente, dándole cálida bienvenida a quienes se asuman, como nosotros, aprendices constantes de la vida, viajando en el arca de los que recitan constantemente como el personaje de Amado:

vamos de veras
por el mundo afuera


Quizá. Sólo quizá.

2 comentarios:

Roberto Echeto dijo...

David, esta reflexión es poderosa. Quizás la palabra clave para entender el problema es humildad. Hay que ser humildes para comprobar cuánto ignoramos, para saber que aún sabiendo, no sabemos un carajo.

Necesitamos humildad para saber que debemos aprender más, mucho más siempre.

Un gran abrazo.

Anónimo dijo...

Creo que estamos perdiendo de vista la empatia, y no me refiero al altruismo. Me refiero a eso que llamamos alteridad, estamos perdiendo de vista al OTRO, al colearnos por ejemplo.