jueves, 24 de enero de 2008

El Licenciado

No podía creerlo.
Sin embargo, allí estaba yo, esquivando los golpes del Licenciado, mientras reflejamente intentaba evitar cualquier estropicio en el modesto flux que tanto esfuerzo me había costado comprar — para ser honesto, el único que tenía—, debatiéndome inconscientemente en la estupefacción, en la sorpresa y el absurdo de estar liado a trompadas (sí, trompadas) con un personaje tan respetable. Bueno, liado, lo que se dice liado, más que la verdad es, a estas alturas, exageración de una imaginación calenturienta. Me defendía. Era el insólito Licenciado embistiéndome, con el portafolio en la mano, forcejando para deshacerse de la sujeción con la cual intentaba contenerlo, inmovilizándolo parcialmente de los brazos, mientras, sorprendido, intentaba convencerlo de que reasumiera su estatus.
¿Cómo diablos caí en esto?
A pesar de mi carácter, no recuerdo haber peleado muchas veces a lo largo de mi existencia. Será porque no me importa eso; no me hace falta, como dice la canción. Lo que si recuerdo es que nunca nadie la emprendió a puñetazos conmigo impunemente, aún cuando alguno pudiera decir, en términos literales, que me jodió. Es peligrosa esta palabra hispana. Aquí lo digo, no para provocar, sino con el significado de derrotar, vencer, como queda aquel que lleva la peor parte en una pelea a golpes. Jodido. Pero esto salía de las fronteras de lo real.
¿Acaso no había nada en aquella sala, o quizá en todo el universo, capaz de hacer que aquel loco recobrara la cordura? Si no fuera porque, como me sucedió en varias oportunidades, yo había intuido que lo que correspondía era desplegar una autodefensa que impidiera al lunático destrozarme la cara, por decir lo menos, juro que habría reventado de risa ante tan absurda circunstancia.
¿Y quién va a pensar que un señor maduro, entrado en años, al principio de una sana cincuentena, y ataviado no sólo con la indumentaria, sino aureolado con la gran reputación del ciudadano ilustre, la va a emprender a coñazos alegremente, así sin más y porque sí, en contra de uno? No podía creerlo.
Recuerdo que al llegar al recinto incierto en el que, con el telón de fondo de un juego de luces y sombras oblicuas e intermitentes, se escenificaba la agitada confrontación, alguien, un hombre igualmente maduro, aunque en este caso de contextura delgada, que vestía también un flux, pero de color blanco, con una camisa azul claro y una corbata negra, me había recibido afablemente, y me había explicado (o yo intuí que me había explicado; sería más propio decir que me advirtió) que tenía que participar en el juego. Seguramente a otros les cuadra, pero a mí me cuesta mucho llamar «juego» a una situación en la que crecientemente te sientes más y más amenazado.
Del juego, como tal juego, no obtuve, en fin, información precisa. Lo comprendí súbita y apresuradamente cuando, después de indicarme que «aquí viene el Licenciado...», el así llamado se abalanzó en mi contra inopinadamente al intentar (¡qué iluso soy a veces, Dios!) saludarlo cordialmente, como se supone desde siempre que uno debe saludar a quien nos presentan por primera vez.
Más aún si el nuevo personaje ostenta un grado académico. Aunque, bueno, esto en muchos casos es impreciso. La realidad es, más bien, que en esta sociedad los individuos utilizan el grado académico, y el mérito que usualmente suponemos corresponde al mismo, como un escudo, una lanza y una espada para obtener de los demás sumisión. Pero ése es otro asunto. Me estoy desviando del tema. Y no debo.
Como no debía desviar ahora mi atención del hombrecito que me lanzaba golpes con una ferocidad desaforada, al tiempo que me sonreía ¡cortésmente!, como si fuera ésa precisamente su manera para las presentaciones sociales.
Recuerdo que al principio intenté argumentar, explicar, mostrar que no había necesidad, que ésas no eran maneras, que qué pasaba. Pero nada. El hombre ahí, dale arremeter y arremeter. Cuando fui a estrechar su mano, todavía cubierto por el velo de la ignorancia (¿o quizá debo decir, de la inocencia?), con esa sonrisa social se me lanzó encima, haciendo tremolar el maletín que cargaba por encima de su cabeza, amenazando con desbaratarme de un solo golpe. Gracias a Dios, mis reflejos me permitieron controlar ese intento. Lo frené sujetándolo por los hombros, primeramente, Licenciado, ¿qué le pasa?, y una sonrisa sádica se dibujo en su rostro moreno. El contraste del bigote negrísimo con unos dientes blancos como los colmillos de un tigre de bengala me advirtió inmediatamente del peligro. No entendía en qué radicaba su disfrute.
El otro hombre, el delgado, se desplazaba mientras tanto en la penumbra a nuestro alrededor, atestiguando la pelea a la cual se me había comprometido sin contar con mi aquiescencia. Eso animal que todos llevamos dentro me hizo cerrar la figura, permitiéndome reconocer a través de una serie de señales mínimas y vertiginosas, la estructura del ataque. También creo haber escuchado en la voz del hombre de blanco algo así como que es la pelea, o tal vez, concéntrate en la pelea. O simplemente, ¡pelea!.
Si hubiera dicho también ¡pendejo!, o ¡pajúo!, la cosa habría quedado inmediatamente clara para mí. Habría sabido que estaba rodeado. De todas maneras, mientras mi ser se convocaba íntegramente para desplegar la defensa, se disparó en mí el saludable prejuicio de que aquel insignificante hombre no podía derrotarme recurriendo a la violencia. Todavía sentí unas ganas de reír casi irresistibles cuando el Licenciado, cuya madurez reía malévolamente, a pesar de su edad, intentó golpearme en la frente con la cabeza, al ver que había fracasado su primera arremetida.
Ahora que ya no importa, y tiene poco sentido imaginar las razones que habrá tenido para tales actos, me pregunto qué habrá sido todo eso. ¿Se habrá vuelto loco súbitamente? ¿Un ataque de histeria? ¿Esquizofrenia, tal vez?
Pero en aquella situación no tenía tiempo de andar dando vueltas en busca de explicaciones racionales. El tenebroso y amplio espacio desierto en el cual evolucionaba nuestra batalla era el indicio único y certero de que tenía que actuar. No había escape. El licenciado había llegado desde la lejanía, descendiendo por la escalera negra y metálica que se recortaba contra el otro espacio inmenso, el espacio de arriba, desde el cual llegaba una luz resplandeciente.
Nosotros dos estábamos en la sombra, y el hombre del traje blanco, cuando no se desplazaba a izquierda o derecha para permitirnos agonizar, se reclinaba en los primeros peldaños de esa escalera, apoyándose con los codos en el pasamanos, con actitud de chulo, chupando un cigarrillo que, al ser aspirado, iluminaba sombríamente las facciones descarnadas de su delgado rostro.
De manera que, nada, resolví dejar cualquier residuo de respeto aparte, y terminar con el motín lo más pronto posible, porque en realidad el Licenciado ya me estaba haciendo arrechar.
En ese momento cantó el gallo, y me desperté escuchando y sintiendo mi corazón enardecido rebotar inclementemente contra el colchón, mientras el frío de la mañana decembrina azotaba mis pies desnudos. Furioso, me arropé de nuevo, cerré los ojos rápidamente y, sin cambiar de posición, me fui a buscar el Licenciado en el sueño, antes que se me escapara. Esta vaina no se puede quedar así…


Diciembre 2006

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