viernes, 18 de enero de 2008

El secuestro en Venezuela

En Venezuela, el secuestro no es nada extraño. Al contrario de lo que pudiera pensarse, no se trata de una realidad que haya llegado a nosotros a través del contacto con prácticas foráneas, ni se relaciona únicamente con el auge de un determinado desplazamiento en la conformación de nuestro estado sociológico, inmersos como estamos en la espiral de la globalización. Ni siquiera es una realidad cuya exclusiva manifestación sea la escueta delincuencia.
Es más bien entre nosotros una práctica cultural de larga data y extremo arraigo, cuyas manifestaciones abarcan desde la apropiación vulgar y crasa de lo que pertenece a otro — como propiedad tangible o intangible; corresponde, este caso, a lo que comúnmente denominamos plagio —, hasta la negación radical de ese otro, por cualquiera de los métodos de desconocimiento existentes, lo que en última instancia se diferencia poco de la primera modalidad de plagio, aunque el(los) secuestrador(es) logre(n), en este último caso, mantener ocultas sus acciones durante un período considerable de tiempo.
Con miras a construir sociedad para el futuro, pareciera ser una tarea política de ineludible urgencia la de revelar y considerar la estimación que tenemos de esta realidad sociopolítica nuestra, latente como amenaza intrínseca de cualquier proyecto de país que se pretenda plantear. En otras palabras, nuestros esfuerzos pueden resultar vanos si no partimos de una sana y honesta apreciación de la realidad, del reconocimiento y cuestionamiento de los prejuicios que nos subyacen como imaginario.
Resulta extremamente odioso, de manera especial en estos tiempos, constatar cómo se desconoce recurrentemente al otro, en sus acciones y méritos, simplemente por el afán de negar una parte de la realidad, para galvanizar una idea política fundamentalista, nada dispuesta a cualquier transigencia. Esto implica denigrar y descalificar “lo otro”, con la consecuencia de que se pierde, para muchos de los objetos de esta clase de discurso —los postergados habituales—, el sentido de la totalidad.
Piénsese en el uso que hoy se hace de espacios y conquistas de carácter público, como el Metro de Caracas, PDVSA, el Teatro Teresa Carreño o el proceso de descentralización política administrativa, torpedeado desde sus primeros años de vida. Pero pensemos también cuál ha sido la actitud de diversos agentes políticos de gobierno y oposición pasado el referendo del 2 de diciembre: descalificaciones a granel, e intentos de negarle méritos a quienes incidieron crucialmente en la formación de opinión pública. La guinda del pastel, los héroes madrugadores, quienes a través de la publicidad han pretendido aparecer como responsables casi exclusivos de la victoria. No hacen falta nombres. Usemos la libertad de pensar críticamente para identificar a esos secuestradores potenciales.
Así se llega a dividir la historia de una sociedad en el tenebroso período antiguo y el luminoso período actual. Esta manera irresponsable de hacer uso del poder efectivo, comunicacional, legal y judicial, no es mas que un nuevo capítulo en la saga de taras históricas que permanecen adheridas a nuestra idiosincrasia, desde que entramos en contacto pleno con la occidentalidad.
Sin embargo, no debemos pensar que es sólo ahora cuando ha devenido moda entre nosotros actuar así. Al contrario, aunque quizá más sutilmente, esta práctica de la negación del otro, con la correlativa apropiación de sus ideas y sus acciones para añadir esplendor al proyecto circunstancialmente dominante, existe desde que comenzó la guerra de independencia. Quizá, y esto hay que revisarlo y considerarlo ahora con toda honestidad, para comprender el fenómeno, el único período en el cual se han llevado a cabo esfuerzos tangibles por tener una visión y una práctica menos mezquina de nosotros, ha sido la breve tregua de incipiente democracia que hemos tenido entre 1958 y 1998.
No debiera ser un secreto la necesidad de recuperarnos como proyecto de sociedad a través del forjamiento colectivo de una moralidad autóctona. Teniendo estas ideas en cuenta, clara y distintamente, quizá debamos ahora encarar con seriedad, ante las múltiples amenazas negadoras y totalitarias que hoy acechan a nuestra sociedad, la urgente tarea de pensar cómo superamos, en cuanto colectivo, el paradigma que nos hace comportarnos cíclicamente como una sociedad de secuestradores. Aunque sólo sea para trascendernos a nosotros mismos.

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