sábado, 26 de enero de 2008

Para hacer que la democracia funcione (si se quiere que haya democracia)



La democracia es un método de gobierno problemático. Requiere la existencia de ciudadanos. Requiere participación, vigilancia, supervisión. Tal vez por ello, difícilmente alguien pueda dar noticias de la existencia en algún país de tal cosa como “la perfecta democracia”. Eso es una utopía.
Porque los individuos tienden, en tiempos normales, a dedicarse a sus asuntos privados, a su familia, su formación, su estabilidad, a sí mismos. Bobbio dixit.
Es éste uno de los múltiples peligros y riesgos del ejercicio democrático: que la mayoría de los ciudadanos caiga en tal ensimismamiento que se olvide de los demás integrantes del cuerpo social, lo cual es puerta de entrada para múltiples desigualdades y atropellos. Y es preciso reconocer que, sin llegar a extremos de totalidad, ha sucedido y sucede en muchas sociedades.
Quizá, y sólo quizá, en aquellas sociedades cuya construcción y estabilidad se asienta en gran medida en la participación responsable de la mayoría de sus ciudadanos, tal sistema tenga posibilidades de alcanzar mejor desempeño democrático.
Porque si todo nos cuesta y pagamos los impuestos debidos al Estado, el gobierno, a quien designamos temporalmente para que maneje las instituciones del Estado, no puede hacer lo que le de la gana con el dinero, las instituciones, los servicios, la propiedad, el país. Como la mayoría concibe la sociedad así, resulta que todos sienten y entienden — con sus bemoles, claro — que todo es de todos.
Allí la cosa es más o menos así: todos forman el Estado; se ponen de acuerdo en su estructura y alcance. Entre todos deciden cómo va a ser gobernado ese Estado. Hecho eso, mediante elecciones le dan la responsabilidad de administrar ese Estado a uno o varios grupos de personas, durante cierto periodo de tiempo. Los gobernantes son, pues, servidores públicos, responsables ante toda la sociedad por todas sus acciones de gobierno.
Puede ser que alguna sociedad decida que es conveniente para ellos, por las razones que sea, tener una monarquía. Sin embargo, en nuestra época, ningún rey o reina gobierna, en los casos que lo hace efectivamente, solo: comparte el gobierno con un cuerpo designado por el resto de la sociedad para ello. El gobernante no es dueño de la sociedad.
Adicionalmente, en muchas sociedades, una larga práctica de convivencia social ha conducido, enfrentando problemas concretos, a estimar saludable para la estabilidad social, no sólo controlar el ejercicio del poder, sino también dividirlo, esto es, que las funciones de administrar política y económicamente lo público, se hallen separadas de las funciones de hacer leyes y aplicar justicia.
Siendo las funciones de gobierno, legislación y justicia independientes unas de otras, además del aporte del ciudadano al control social, cada poder se encarga de controlar al otro, para minimizar los abusos, amenaza que acompaña constantemente al poder, en cualquier ámbito.
Este sistema, según Luis Herrera Campíns reiteraba en su discurso de proclamación como presidente electo, es perfectible. La práctica colectiva cotidiana indica qué hace falta mejorar, y la ciudadanía en general debe participar en ello. Pero los responsables de las instituciones no quedan exentos de responsabilidad en ese perfeccionamiento. Son ciudadanos responsables de lo público ante todos los demás ciudadanos. No es el poder esotérico y teñido de divinidad falsa que practicamos entre nosotros.
Si todo lo anterior es así, podemos entender un poco la falla de nuestro sistema, políticamente hablando. Como nuestra sociedad no ha sido nunca plenamente democrática, las cosas entre nosotros funcionan de manera distinta.
En primer lugar, nuestra sociedad no ha contado nunca, con la participación de todos. Desde siempre, el cacicazgo ha impuesto obediencia. El petróleo es una riqueza que no exige esfuerzo colectivo para generar bienestar y prosperidad. Utilizado por el cacicazgo, ha sido y es un factor de imposición, pues una visión egoísta del poder ha excluido a muchos de los venezolanos, por siglos, de la dignidad humana implicada en la plena educación y el reconocimiento civil.
El actual gobierno, aparte de ser paradigma de utilización interesada y sesgada de esa riqueza, ha profundizado nuestro alejamiento de la democracia, al disolver la efectividad de los poderes y fundirlos en uno solo, amparado en la improbidad de la mayoría de los actuales legisladores y jueces, individuos sin ética propia, evidencia del fracaso de nuestra educación.
No es sólo que el gobierno sea deficiente, injusto. Si los restantes poderes son ejercidos cabalmente, en función del interés común, puede disminuirse tal impacto. También, aunque no deberían, pueden los legisladores ser inútiles. Ya se demostró suficientemente entre 1958 y 1998. Pero el sistema colapsa cuando todos los jueces, carentes de ética, olvidan la sociedad para plegarse a la voluntad de un amo.
Es en el plano judicial donde podemos frenar toda clase de abusos, incluida la arbitraria decisión de volvernos comunistas. Si los jueces son justos. Pero la ausencia de tales ciudadanos, acentuada desde hace nueve años, da lugar a toda clase de abusos y atropellos, como ahora, más que nunca antes, se producen entre nosotros. ¿Y cómo podía llegar a ser de otra manera, si no hemos tenido la paciencia y la apertura de pensarnos como sociedad, espoleados por la ambición del brillo y la riqueza fácil?
Tales funcionarios deficientes son resultado de nuestra educación. Ello explica que quienes deberían, si nuestra sociedad fuera democrática, tener no sólo el reconocimiento social, sino la actitud digna que su formación y eticidad debería conllevar, se refieran a otro funcionario público — responsable ante nosotros, como ellos, por el ejercicio de un poder que es de todos — como “comandante”.
No es que tal desviación no existiera entre nosotros en el pasado. Pero no olvidemos que, en ese pasado, por las razones que fuese, un presidente renunció cuando los demás poderes actuaron para que así sucediera. Además, no estamos condenados al pasado. El argumento de que porque antes se hacía, ahora también hay derecho a hacerlo revela, no sólo que es mentira la tan publicitada voluntad de cambiar, sino también que no vamos hacia nada mejor.
Entre las casi ninguna virtudes del actual gobierno está el haber puesto de relieve, aunque mediante politiquería, la profunda desigualdad y atraso que nos agobia como sociedad. Desconocer la necesidad colectiva de superar las actitudes y prácticas que nos han traído a nuestras actuales condiciones socioculturales, hará fracasar cualquier proyecto de país que podamos forjar.
Quienes rechazamos el oscurantismo cultural en que nos han mantenido el cacicazgo, el elitismo, el fanatismo y nuestra dependencia económica y política del petróleo proponemos, entre las futuras tareas sociopolíticas, invertir la riqueza común en transformar la mentalidad ciudadana, en capacitarnos para no necesitar de líder y para ejercernos, todos, con idoneidad social, sin esperar dádivas engañosas, para que podamos construir, juntos, una sociedad verdaderamente abierta y democrática.
Fortalezcamos la ciudadanía. Como sociedad, debemos alcanzar un estado tal que cada ciudadano esté en capacidad plena de gobernar, legislar y ejercer el poder porque, teniéndose a sí mismo, ni siquiera pensará en desconocer la totalidad social. La justicia deberá ser una función compartida, transparente, no producto discrecional de conveniencias particulares, como ha sido hasta ahora. Si no puedes plantearnos esto, político, entonces toma tus proyectos y guárdartelos.

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