domingo, 9 de marzo de 2008

En torno a nuestra condición ciudadana


¿No te ha sucedido sentir desesperanza de tu ciudad, de tu país, en ciertas ocasiones, cuando por acaso te colma la dolorosa lucidez de que algo no concuerda del todo entre la gente en ella —la gente anónima de todos los días, y la que no lo es tanto, o no lo es del todo— y tú? ¿No te ha pasado sentir que uno de los dos términos de esta oposición está mal?
A menudo se habla —hablamos, discutimos, reflexionamos— acerca de ciudadanía, de educación, de valores, de educación en valores. Pero cuando sales a la calle, cualquier calle, y te hiere la suciedad que permitimos, nos permitimos, los indigentes, los buhoneros, el ruido, el atropello, la arrogancia ajena, el desconocimiento de la condición humana del otro, que con triste frecuencia podemos observar en Caracas, o Maracaibo, o San Cristóbal, o Valencia, o, ¿no has sentido alguna vez que la ironía iza su bandera en tu rostro, y te exprime esa sonrisa amuecada que expresa, “esta gente no es de pueblo”?
Muchas veces, el otro desconocido eres tú mismo. O sea, sí te ha sucedido, lo has vivido…
Claro, el primer comportamiento que hay que estudiar, que revisar, que criticar, es el propio. Me parece, al menos. Pero también me parece que, en general, nos es más fácil mirar hacia fuera que mirar hacia adentro. Y sostener la mirada, cuando enfrentamos el monstruo. Por ello nos salen fácil expresiones del tipo: “francamente”, “la gente…”, “aquí no se puede vivir”, “esto no tiene solución”, “este país es una mierda”…Etcétera.
Pero, ¿y yo? ¿No seré acaso tan criticable, despreciable o condenable como aquellos otros a quienes reprocho?
En el metro, en las aceras, caminamos como si los demás no existieran, nos demoramos, ocupamos la acera o las escaleras en su totalidad, sin necesitarlo, llevamos a los niños pequeños de la mano, no cargados o delante de nosotros, sino a nuestro lado, exponiéndolos a que los atropellen —porque a muchos se les sale, y demuestran con ese proceder que, o no tienen conciencia del niño, o no les importa— como si los demás tuviesen que someterse a nuestro ritmo espacial, a nuestra percepción del tiempo.
Si nos piden permiso, lo concedemos a regañadientes. A la inversa, atropellamos, empujamos. Nos sentamos, en el metro o el transporte superficial, como en el sofá de nuestra casa, ocupando asiento y medio. Nos coleamos en las filas, sin importarnos la necesidad, la edad, la salud o el tiempo que tengan los bultos que postergamos, digamos, esperando un autobús que sale a una hora determinada. Porque el otro es, en todos estos casos, un objeto, una lata, un estorbo. Ahorraré los episodios de racismo y otras discriminaciones.
En las calles, conduciendo, es lo mismo. Te cambias de canal sin poner las luces, sin avisar ni pedir paso, pero no le concedes paso a otro. Y ni te quiero hablar de lo que haces con el peatón. Aceleras, lo presionas para que se apure, lo insultas, sin saber en qué condiciones de salud está ese bulto que te estorba allí adelante, al que le pueden fallar los apoyos que ni siquiera le piensas, y entonces tu necesidad veloz puede devenir… ¿Qué puede devenir?
La luz amarilla es para acelerar y, si no te queda sino detenerte, lo haces sobre el rayado y volteas o bajas la mirada dentro de tu vehículo, no sea que algún objeto vaya a mirarte con reproche o insultarte, función con la que esos extraños artefactos están programados. Que cruce por donde pueda. Porque, para ti, es el conductor el que tiene la prioridad de paso, no el peatón. El peatón que se joda.
La puerta del metro o el ascensor es para abalanzarse, porque lo que aparece cuando se abre es follaje molesto, que te incomoda y nubla tu felicidad.
El episodio de esta serie que a mí de verdad me conmueve, el que nunca olvidaré, es el de quienes niegan el paso a los peatones cuando está lloviendo, o mantienen la velocidad, no importa si hay un charco y baña de agua dudosa a algún bulto que puede ser lo que en otros ámbitos se conoce como anciano, o estar enfermo, o quién sabe si con la mejorcita ropa que tiene o pidió prestada, el objeto allá afuera, que te demora y causa que tu carro se moje más, trata de alcanzar la oficina donde tiene una entrevista de trabajo, después de algún tiempo de vacaciones forzosas.
¿Y el ambiente? ¿Qué es eso por donde caminas, avanzas, esa manta extendida multiforme, ese no-tú, no-yo donde arrojas donde y como sea los desechos de tu actividad? Probablemente, su función sea ésa, ¿verdad?, ser recipiente de la indolencia y la violencia que no cabe en nuestro ser. Tal vez por eso quemamos basura al aire libre, o quemamos el Ávila o abrimos trochas cuando estamos aburridos, o lo llenamos, como llenamos las playas y el mar, de botellas y latas y condones y colillas de cigarros y plástico. Eso ni siente ni padece. Total, yo no me voy a quedar a absorber todo ese humo…
Entonces, sí. Está muy bien todo este considerar la ciudadanía, la educación, los valores. Es nuestra tarea. Pero nosotros, porque hay que comenzar por la casa, los venezolanos de cualquier ciudad o pueblo o barrio o urbanización —aunque tierra adentro los venezolanos parecemos otra cosa, somos quizá más humanitos, sin ser por ello perfectos— necesitamos humanizarnos, comenzar a ver a los otros, a ponernos en su lugar, a encontrarnos.
Observa que no me he metido aquí con los componentes ya descompuestos del cuerpo social, los delincuentes y otros antisociales…
He aquí una de las causas básicas por las cuales los divisores han intervenido nuestra sociedad profundizando la fragmentación. Saben que el desprecio está como componente en la CPU de la mayoría de los modelos de venezolano. Entonces, nada, resulta fácil explicar esos comportamientos combustibles encendiendo las cerillas de la violencia. Y la gente se engancha, nos enganchamos, se deja, nos dejamos llevar por ese fuego intencional.
Aquí es necesario cambio. Cambio en las actitudes, que debemos generar, primeramente en nosotros. Afirmados en esto, debemos sembrar el respeto por el otro, la no discriminación, la no violencia, la tolerancia, el conservacionismo en nuestros hijos, en nuestra familia. El hogar es el punto de partida. Dejemos de lado las soluciones inmediatas. Sepamos que poco cambia con nuestra acción individual. Pero cambia. Hace la diferencia.
Lo que tenemos que hacer es enseñar, enseñarnos, a nosotros, a otros y a nuestros niños mutua, constantemente, que la vida toda puede ser vivida en otros términos, mejores términos, términos de empatía y paz constructiva y consciente, sólo con que nos conectemos, que nos detengamos a estudiar con amor y frialdad el problema, a diseñar las soluciones, a proponerlas, a implementarlas.

Para todo lo que vendrá: paz, fuerza y alegría.

Pero esto es sólo si te gusta del todo lo que ves…

1 comentario:

Imágenes urbanas dijo...

Sin duda tienes razón. Pero duele, especialmente cuando se ama a la ciudad habitada. Sin embargo, no pierdo las esperanzas en que poco a poco las cosas -¿o la gente? cambie- y se reconozca cuidando y enseñando a cuidar lo que se nos dio gratis: este cielo azul intenso, este sol incansable y este Ávila, que siempre pone la otra mejilla.