jueves, 17 de septiembre de 2009

La Vinotinto: un proyecto de país

Aunque satisfecho y esperanzado por la actuación de la selección vinotinto en el torneo eliminatorio del campeonato mundial de fútbol Sudáfrica 2010, estas líneas, que de cierta manera establecen un regreso a la compartida pública de opiniones, propias y ajenas, que considero válidas para comprender a la colectividad Venezuela, transitarán una senda distinta a la de la euforia que con frecuencia percibo en otras voces atentas a las vicisitudes de dicho equipo, ya ocasionales, ya sinceramente comprometidas.
Muchas veces preñada de ilusión, debajo de la cual, también, usualmente desnuda sus dientes el mero fanatismo, tal euforia sirve para ilustrar una característica cultural que una importante cantidad de nosotros, los venezolanos, parece poseer en los genes, que es la superficialidad con que encaramos los asuntos de la vida, nuestra relación con nosotros mismos y con el entorno.
Comenzando por el principio, esa selección es muy importante. No sólo como equipo deportivo, sino como modelo y oportunidad de un proyecto de país posible. Lo que veo reflejado en ese grupo humano, en su trabajo, esfuerzo y resultados, es una imagen del país que puede ser Venezuela. Y ello es para mí lo valioso, lo sustantivo, más allá de que se clasifique o no a la final de un mundial. Se trata nada menos que de reconocer una identidad plasmada en el desempeño de un colectivo, síntesis de una pluralidad de individuos diversos.
Lo hecho por Richard Páez, sucedido inmediatamente por César Farías, con los grupos humanos que han estado participando en el trabajo de la selección, ha sido una labor sintonizada con una cosmovisión futurista, basada, entre otros elementos, en el fortalecimiento de la autoestima de todos y cada uno de los individuos que integran el conjunto.
Al proceder así, han logrado deslastrar a sus dirigidos de una serie de perniciosas taras mentales que en el pasado impidieron mejores desempeños por parte de nuestros seleccionados nacionales de mayores.
No es una cuestión de talento, porque talentos futbolísticos siempre ha habido en el país. No en vano podemos contar el cultivo del fútbol entre los innumerables aportes positivos de las colonias de inmigrantes que han puesto esfuerzo en construir la venezolanidad, principalmente españoles, italianos y portugueses.
Si de talentos y nombres se tratara, allí han estado Richard Páez, Luis Mendoza, Stalin Rivas, Gerson Díaz, Carlos Maldonado, Vicente Vega, Franco Rizzi, Pedro Acosta, Pedro Febles, Hebert Márquez, José Luis Dolghetta y el etcétera que el lector quiera. Todos ellos, además, pusieron muchas ganas en la cancha cuando vestían la Vinotinto, así fuera en los pocos partidos amistosos que se conseguían antes, aunque la derrota se les presentó siempre como un destino ineluctable.
Tampoco se trata de meras técnicas de entrenamiento ni de otros aspectos, todos ellos importantes. Igual acceso a ello tienen otros países; sin embargo, selecciones que solían abofetearnos en la cancha hoy conocen las amarguras que anteriormente eran exclusividad nuestra. Sufren Perú, Uruguay, Bolivia y Colombia tanto o más que nosotros, aunque nos superan largamente en tradición.
Recordemos además que todos los hermanos sudamericanos se habituaron en el pasado a patearnos a todos, balón, equipo y fanáticos, dentro del arco, precisamente porque había mucha distancia de tradición, oficio y vivencia del fútbol entre ellos y nosotros. Un partido en Venezuela era considerado un fastidio, y pocas veces se contenían de expresarlo así, pues -salvo el placer de visitar el país de la bonanza petrolera, que además tenía tanto que ver y disfrutar- significaba arriesgarse a lesiones en partidos “de práctica”, ya que daban los puntos por seguros. Antes de comenzar las eliminatorias, quienes tenían que enfrentar a Venezuela calculaban sus oportunidades a partir de seis o cuatro puntos, cuando las victorias valían dos unidades.
Eso cambió, como todo en la vida y en las sociedades, debido a que los dos últimos responsables de la selección entendieron que el tesoro había que extraerlo de la mente de los jugadores. Como resultado, ahora nuestra esperanza es que, manteniendo y profundizando hasta arraigarlos esos elementos clave en la conformación de la selección, llegaremos con pleno derecho a la fase final del mundial de mayores, si no éste -que está difícil, porque no hay margen para errores y no dependemos sólo de nosotros-, el de Brasil.
Sin embargo, dicho lo sustantivo, yendo al detalle opino como seguidor, que no fanático –pues el fanatismo es entre nosotros una de esas taras culturales que hace algunas líneas señalé; pregúnteme cómo-, que hay fallas puntuales en algunos jugadores, fallas de carácter actitudinal. Por supuesto, yo sigo los partidos mediante la televisión, y desconozco muchos detalles de los mismos, pero considero sano expresar algunas críticas con respecto a lo que observo, sobre todo en las repeticiones de las jugadas. Por supuesto, como siempre, puedo estar equivocado.
Me parece, entonces, que Renny Vega tiene virtudes atléticas envidiables. Sin embargo, no sólo de espectacularidad se hace el arquero. Su concentración parece disminuirlo, y ha resultado varias veces en goles que no había justificación lógica de recibir. Me parece que se apresura siempre al hacer los saques desde el arco; rifa el balón de manera insegura, como si no hubiese defensa ni mediocampo, lo que desgasta a sus propios atacantes y regala ataques a los adversarios de manera consuetudinaria. Es como si no pudiera mantener la frialdad mental necesaria durante los partidos. Si de alguno de esos saques ha salido un gol de la selección vinotinto, yo no lo he visto.
Ahora cuando, gracias a Dios, que todo lo puede, la época del pelotazo sin orden ni concierto parece haber concluido como característica de nuestra selección y de nuestros mejores equipos, esperamos que para siempre, nos sigue siendo preciso mejorar el traslado del balón. Aunque el progreso es innegable, la Vinotinto actual pierde muchos ataques por pases inseguros y algunos balonazos locos. Pocas veces he sabido de un equipo exitoso que no funcione como un reloj a la hora de tener el balón. Ese elemento hay que profundizarlo en la conciencia de un equipo, ahora y siempre.
Insisto en lo de evitar la lógica del balón reventado insensatamente, característica de los tiempos en que solíamos perder nueve a cero con cualquiera. Siempre es un peligro latente. Si no se cree esto, recuérdese cómo terminó ¡Argentina! el partido del miércoles 9 contra Paraguay. Una tradición que ha disputado cuatro finales por el campeonato mundial; un equipo que cuenta, entre otros, nada menos que con Lionel Messi, que es un genio del deporte. Cierto que el problema de Argentina es el técnico. Pero el ejemplo sirve para demostrar que hasta jugadores de primer nivel, súper curtidos en el juego, pueden caer en la vorágine de comenzar a lanzar la pelota adonde sea, a ver qué termina pasando, sea quien sea el técnico.
El otro problema que tiene la actual Vinotinto es todavía la defensa. Todas estas cosas pueden decirse, pues las saben mejor que nosotros los rivales. Nos estudian, aunque nos menosprecien y traguen amargo cuando Venezuela les cambia el resultado y borronea los planos. Salvo Rey y Chacón, que suelen ser muy solventes, en los otros puestos defensivos son frecuentes los altibajos.
De manera puntual, Vizcarrondo, aunque muy buen defensa, y a pesar de haber servido a Arango el excelente pase que concluyó en la tercera anotación del miércoles, es un defensa de reacciones lentas, lo cual otorga ventajas a los atacantes contrarios. Los dos goles de Chile hace una semana pudieron no suceder, según creo, si su reacción, y la de Vega, hubiera sido distinta. Ese partido se pudo ganar, igual que el 3-2 que nos arrancaron los mismos chilenos cuando fueron visita. Estos aspectos menudos son cruciales en cualquier deporte. Pueden, y deben, ser mejorados.
Por supuesto, toda elucubración contrafactual carece aquí de sentido. Además, no sólo el equipo nacional es el fútbol nacional. Es apenas una de sus expresiones, quizá la más señera. Estamos creciendo, comenzamos a exportar jugadores excelentes, y eso es siempre importante, aunque la estructura de la liga es todavía endeble, y las mentalidades de quienes dirigen parecen no ver la gran oportunidad que el fútbol representa, si se lo concibe con serio compromiso empresarial, más que como pulpería.
Políticamente, desarrollar el fútbol nacional sería un proyecto que redundaría, si se asume con la seriedad que hasta ahora no hemos tenido, en envidiables oportunidades de generar muchos empleos en diversas áreas, productividad económica y desarrollo del turismo, aparte de las satisfacciones que generaría el éxito de nuestros equipos. Y hacia un futuro como ése, en éste y otros aspectos de la vida del colectivo Venezuela, es donde debemos enfocar nuestros esfuerzos.
Por supuesto, políticamente nunca significará “politiqueramente”. Pues cuando la demagogia se inmiscuye –tradición también muy nuestra, lamentablemente- aparecen extravagancias de la clase de la de querer cambiar el uniforme de la selección porque a alguien ese color no le dice nada, como si la síntesis vinotinto no fuera en sí y para sí una de las mejores plasmaciones de la creatividad autóctona venezolana. Eso sin mencionar los figurantes que siempre arriban para secuestrar lo que nos pertenece y representa a todos, convirtiéndolo en estandarte de una idea particular que, por cierto, suele ser excluyente. Fíjense para lo que se usa a Alí Primera, por no hablar de Bolívar, ahora sustituido en la iconografía de moda por Ernesto “Che” Guevara”.
En resumen, hay buen futuro en nuestro fútbol. La Vinotinto estará más pronto que tarde en la fase final de un mundial de mayores. No por ello debemos dejarnos arrastrar ciegamente por exaltaciones que poca correspondencia guardan con la realidad. Disfrutemos el devenir de los acontecimientos, sabiendo siempre que tanto el triunfo como las derrotas harán más plenas las celebraciones futuras.
Detrás de los tiempos malos llegan los buenos, y premian a los que no rindieron sus almas
[1].
[1] RUBÉN BLADES y WILLIE COLÓN, Tras la tormenta; 1998.

In the stone (you`ll find the answer…)

¡You’ve lost it!

¡You’ve gone bananas!

Oliver, te pasaste.
Desde la unilateralidad quizá no se vea bien esto, pero la mentira se descubre fácil, camarada.
Sé bien que eres un hombre sumamente ocupado, y celebro que así sea, pues admiro mucho tu trabajo. Pero para que continúes desarrollando la fecunda obra de retratar las injusticias de la contemporaneidad, para hacerle honor al líder de los pueblos, te sugiero que, si tanto lo amas, te vengas a vivir con él, en plena maravilla, bajo el suave y feliz yugo de sus ideas, su prédica, su práctica.
Sin problemas, mi pana Piedra. Por gastos ni te preocupes. Aquí haces tus películas, con las insuperables ventajas de locación, la belleza de los paisajes y de las mujeres venezolanas que, de verdad, abundan, no son cuento. Aquí te metes por cualquier avenida, manzana, callejón, caserío o pueblucho y rápido encuentras mujeres bellísimas, naturales, indomadas, frescas, que hacen ver al Miss Venezuela y sus secuelas como una pantomima, como la ocasión para que algunos hagan plata que en definitiva es, cosa que tú y yo ni criticamos ni adversamos, gracias a Dios, no nos caigamos a cobas.
Aquí no es como en otros países, en que las contadas bellezas están sólo en la televisión, no.
Oliver, aquí, de verdad, te paras en la puerta de tu casa y listo. Por cierto que en las calles de Venezuela, especialmente las de ciudades como Caracas y Maracaibo, también hay siempre alfombra roja, aunque el material de que está hecha es distinto, más denso y emocionante que el de las que se puedan recorrer en el Festival de Cine de Venecia. ¿Sabías que del nombre de esa hermosa ciudad, que también forma parte de la odiosa cultura de la dominación que tanto daño nos ha hecho durante tantos siglos, proviene el no menos hermoso nombre de nuestro país, Venezuela, camarada Oliver?
La alfombra roja en las calles, en Venezuela, no sé… es medio problemática, ¿sabes? Sí, porque además hay mucho “chorizo”, malandro y abusador, y la gente maneja y camina como endemoniada. No sé si serán los huecos con que algunos alcaldes les imponen violencia mediante la desidia a quienes crean que no han votado por ellos, o sólo la cantidad enloquecedora de vehículos automotores, pero algo hay en el subconsciente de esta gente que la trae así, toda brava, incómoda, como infeliz.
Quizá sea que las calles venezolanas aturden por la profusión de basura visual, donde los anuncios que invitan al consumismo escenifican una férrea batalla ideológica con la sobreabundancia de afiches y descomunales, obscenas vallas mostrando a tu ídolo hacer de mesías, y graffiti, y pintas de sus otros fans proponiendo el comunismo.
En la misma onda andan sus contrarios, y todos pregonando muerte, erradicación, “socialismo”, “democracia como antes”, amenazas, guerra, cierre de emisoras, cárcel para todo aquel que no se vista de rojo y coree comandancias reales o ficticias, para todo aquel que respire fuera del ritmo enrojecido, querido Oliver Piedra, como suele ser toda esa lírica tan del gusto de los revolucionados.
Ni te quiero contar, porque el guión se pondría realmente espeso, cómo tratan aquí a los que no estamos de acuerdo con ninguno de los dos, con los que rechazamos de plano el fanatismo y el autoritarismo fascista, los que somos oposición al mismo tiempo hacia el líder y hacia sus opositores, porque pensamos que ambos extremos contienen veneno suficiente para impedirles la posibilidad de construir alguna vez un modelo de sociedad mejor, abierto, incluyente. No, Oliver. Definitivamente, te irá mejor con una trama simple.
Es ideal una historia con un héroe claro, llamativo, que emocione a grandes y chicos por igual. Aunque es mejor trabajar la cosa para cautivar al público adolescente, impresionarlo con elementos de terror, de suspenso, a través de los cuales el héroe pueda validarse como tal. Así, la película que te salga puede tener su estreno mundial en temporada propicia, cerca de Halloween, a ver si se extiende hasta la Navidad, y el mandado estará hecho. Pero insisto en la necesidad de que tu héroe sea claro, nada de medias tintas. Algo así como Harry Potter, el niño mágico, o Spiderman, quien trepa por las paredes y salta de cumbre en cumbre. Aunque pensándolo bien, el ideal de impacto sería Hellboy, que es bien impresionante, y de naturaleza roja. Seguro volveremos a cosechar galardones, todos de regreso a la alfombra.
Ah, por andar divagando casi olvido la otra basura, la física y tradicional, que abunda en nuestras calles. Qué lástima que no cargo una cámara siempre conmigo para hacer documentales, mi pana Piedra. Porque sea que me meta en Carpintero, San Blas, El Nazareno, El Cerrito, en la Redoma de Petare, La Agricultura, Chacaíto o Las Mercedes, Monte Piedad, La Cañada, El Cementerio, La Candelaria, La Trinidad, El Marqués, Terrazas del Ávila o Cumbres de Curumo, en los últimos años siempre encuentro en las calles basura, mucha basura, de dos tres, cuatro y cinco días y hasta semanas sin recoger. Podría hacer algo con esas imágenes, si tuviera los medios de que tú dispones, camarada Piedra.
Especialmente cuando los perros forcejean con los indigentes para buscar comida en la basura, dejando regado en las calles el contenido de las bolsas, y entonces huele de un rico que ni te cuento, Oliver, una sensación que el cine, con toda su magia, todavía no ha logrado transmitir, algo sumamente envolvente y emocionante. Esa basura debe tener muy buen sabor, además, si juzgo por la cantidad de gente en harapos sucios que veo practicar la revolución hurgando las bolsas y los botes para buscar comida.
Tal vez estén, rebuscándose, como decimos coloquialmente los venezolanos, haciendo malabarismos entre la basura como otros los hacen en las esquinas y en medio de las vías, durante la luz roja de los semáforos, o singing for pennies in the subway para conseguir con qué comer o simplemente otra cosa, something to get stoned, como sugiere tu apellido, you know, Oliver.
Creo que a la gente cuando anda montada in the stone le pasa como a los venezolanos. Pierde la noción de todo, se le disuelve en el horizonte la libertad, tiene tanta que no sabe u olvida qué hacer con ella y termina por perderla. Creo que es el caso de todos los que, como tú, apoyan el “proceso” antisépticamente, desde la comodidad de la larga distancia, sin sudor, lacrimógenas ni acoso en contra.
No creo que en los Estados Unidos de América llegue a imponerse la dictadura de uno, y se disuelva la democracia como aquí, dear Oliver. Porque aquella nación se formó, precisamente, a base de gente que se oponía a la opresión.
Que luego, en sus cuatrocientos años hayan recaído en la vieja práctica de esclavizar a otros, exterminar a quienes obstaculizaban sus designios, como sucedió con la autoctonía nativa, para terminar esclavizándose a sí mismos en un sistema de relaciones que tiene muchos detalles que pueden parecer feos vistos desde afuera, e incluso serlo efectivamente, es parte de una idiosincrasia que, como extranjero, está muy lejos de mí juzgar. Tampoco me corresponde. El respeto puede ser burgués, pero también tiene algo que en mi alienación confundo con la cualidad humana.
Sin embargo, siendo un “imperio”, estoy seguro de que allá hay quienes estudian los modelos históricos, entre otras cosas, y saben muy bien por qué la civilidad es importante; no desconocen adónde fue a parar Roma cuando la figura de los emperadores devino tiránica, incontrolada, sin nada que pudiera limitar su ejercicio del intangible poder.
En tu país pudieron -como también nosotros, durante los pocos años de civilidad democrática que hemos vivido en nuestra historia; estuvo deficiente, plagada de fallas y expectativas insatisfechas, camarada; pero también de progreso relativo al atraso que todavía padecemos, de apertura social y cultural, y de oportunidades para muchos más que antes de ella- enjuiciar y destituir a un presidente por corrupción. Por cierto, uno de los actores reales del conflicto de Vietnam, del que tanto provecho has obtenido en capital y prestigio, my dear friend. Los medios de comunicación resultaron clave para mover a la sociedad en aquel tiempo.
Acá, Carlos Andrés Pérez se paró ante las cámaras y habló como un hombre, independientemente de todas las leyendas negras que justificadamente le atribuimos, cuando le tocó renunciar. Y renunció. Fue de frente y dio la cara por la diversión de 17 millones de bolívares (equivalían a 250.000 dólares en aquella época) de una partida secreta asignada a la Presidencia de la República, y fue a su celda por corrupto. Pagó su cana. Suave, por viejo y por privilegiado, pero cana al fin y al cabo. Los medios de comunicación nos dieron, en aquella época, muchos detalles de lo que estaba pasando.
En la Venezuela que tú alabas, tras la égida de tu líder, estimado camarada, tales cosas han dejado de ser posibles. Olvidemos el dinero público gastado sin control, eso no importa en un entorno revolucionado, ahora Venezuela es otra. La maleta de Antonini (la que le incautaron, no se sabe de otras) tenía 800.000 dólares, que no tengo calculadora para traducir a los devaluados bolívares actuales; y el hombre gordo confesó en juicio, allá en tu país, que eran para financiar la campaña presidencial de un país extranjero, pero nadie asume responsabilidad por eso, sino que se descalifica el hecho como "montaje mediático". En Venezuela, ahora, si algo así es informado, sólo informado, amigo Oliver, el que lo dice es tratado como traidor a la patria, e incluso encarcelado.
La realidad de los periodistas aquí y en los países a los que está llegando el benéfico influjo de tu líder, es más como la que retrataste en Salvador, amigo Oliver, amigo Piedra. Aquí no puede haber manifestaciones como las que hubo en tu país por los derechos civiles durante décadas, de las que surgieron líderes reales muy importantes para la humanidad, o contra las guerras asiáticas que tantas regalías en dinero te aportan, o por los disturbios de Los Ángeles en 1992 o por los atentados de septiembre de 2001, entre otras.
Puedo entender tu fascinación con nuestro país, camarada Oliver. Casi como uno de tus otros personajes -pues ahora nuestro país también lo es- somos una nación nacida el 5 de julio. De manera similar a aquel personaje, parece que la noción de patria, de tanto uso politiquero que se le ha dado entre nos, ha terminado siendo una mala broma histórica, como un gusano atravesado en los intestinos. Igual que tu personaje, padecemos las nefastas consecuencia del fraude.
En realidad, camarada Piedra, documentales aparte, aquí caminar por las calles en cualquier momento de cualquier día, puede ser hasta mortal. Nunca falta alguien, sea un malandro o alguna otra “altoridad” que ve en ese simple gesto una manifestación de algo que califica de inmediato como rebelión, una alteración del “orden público” y un desconocimiento de su investidura.
Te reprimen, sea con lacrimógenas, perdigones o afines; los sicarios tampoco se esfuerzan; ellos se ponen frente a ti y te caen a tiros desde una moto o un vehículo en marcha. No hacen falta palabras. No tienen que matraquearte o intimidarte con sutileza, no tiene que aparentar nada. Por eso, aquí, ahora se ha decidido en alguna parte que los medios de comunicación no tienen ya razón de ser, pues se han convertido en un factor político, instancias, o “sectores”, de desestabilización.
Dado que el océano de mi ignorancia burguesa lo que hace es crecer, camarada Oliver, no veo espacio para el capricho en el modelo político de tu sociedad. No es como en las –así llamadas por muchos de los estadounidenses, dependiendo de su bagaje cultural- “repúblicas bananeras” de Nuestra América Latina, donde many governments and businessmen sólo han tenido que hablar con el Gómez, Rojas, Meléndez, Padilla o Trujillo de turno, general y supuestamente formado en la doctrina del combate y la gloria, y ya está.
Los intereses de las potencias reales han quedado así servidos, y la prosperidad económica del cabecilla, sus allegados y sus sostenedores resultan asegurados. Ellos, amigo Piedra, no el pueblo; aunque algunos hasta han llegado a autodenominarse así: el pueblo…
Dear Oliver, afirmaciones como ésa que crea la identidad entre un hombre y el pueblo son simples mentiras. Si no fuera así, camarada Piedra, tú que piensas tanto, tan crítica y profundamente, ¿no crees que las penurias reales de la gente ya habrían desaparecido con la primera de las convulsiones sociopolíticas que invocó para justificarse la postergación de los desposeídos?
¿No será que siempre es mentira la prédica revolucionada contra el capitalismo, porque quienes se embarcan en ese viaje saben que si deshacen el sistema no les quedará nada de lo cual puedan sacar provecho propio?
Camarada Piedra, yo soy venezolano, y vivo en Venezuela. En Caracas, para más ilustración tuya. La conozco toda, desde el extremo norte del Ávila hasta Sartenejas y más allá, hacia las ciudades aledañas, pasando por interesantísimas locaciones intermedias como Ojo de Agua, La Línea, La Lucha, Palo Verde, La Vega, El Guarataro, Lídice, Simón Rodríguez, San Agustín, La California y Macaracuay. Conozco y he compartido la variedad de seres, de sus opiniones, visiones y problemas.
No voy a divagar más exponiéndote, de momento, la consideración que tengo acerca del modo de producción capitalista y el sistema de relaciones que sostiene. Me interesa sólo informarte que vivo en un barrio barrio. Uno de verdad, nada virtual ni mediático, con sus malandros (a.k.a. gangsters), sus tiroteos diarios, sus heridos y muertos. Con sus cortes de luz y de agua, su basurita -que los que tendrían que recogerla y enseñarnos a tratarla mejor y hasta productivamente, lo que han hecho con sus “acciones” ha sido convencernos de que nunca debe faltar como adorno y ambientador-, instrumento para la utilización demagógica por parte de las autoridades.
Barrio con sus recogelatas, sus traficantes de piedra –¿Sabes tú lo que es la “piedra”, camarada?- y otras sustancias para la elevación espiritual, más los borrachitos de siempre, siendo algunos de los cuales hasta familiares míos. Con sus calles rotas y sucias, paredes feas, conductores malhumorados e imprudentes, aparte de otros elementos afines al complejo paisaje material, espiritual, intelectual y anímico que es Caracas, así como el resto de Venezuela.
No son realidades mediáticas, poses, ni fotos trucadas, camarada. Así que, por favor, no vuelvas a hablar de Venezuela como en un reality show, sólo porque, por las razones que quieras, desees defender a tu bien amado. Lo que te sugeriré a continuación debería, creo, formar parte de la disciplina intelectual de cualquiera que se pone el uniforme de revolucionado o revolucionador, especialmente si se juzga a sí mismo “de izquierda”. Pero, por alguna razón, no. Hacen revolución espontánea, sin debate, sin profundidad intelectual.
El hecho de que a algún personaje de historieta se le ocurra, como a tu ídolo, que él es el pueblo, como antes he dicho, no quiere decir, en absoluto, que esa afirmación sea verdad. Intentaré demostrarlo empírica y racionalmente. Lo primero es fácil.
Si fuese verdad, no deberían seguir apareciendo madres, en países como el nuestro, solicitando ayudas para parir en una cama de maternidad porque los hospitales públicos están colapsados. Nadie tendría que temer que un enfrentamiento armado se produza dentro de las instalaciones de un hospital de esos. Pero aquí, en el hogar del “movimiento internacional revolucionario”, lo vivimos a diario, como en algunas películas americanas. Nos sobran Natural born killers.
Además, en las cárceles no tendría que haber motines constantes por las condiciones hacinadas y subhumanas de los establecimientos de reclusión penitenciaria. No debería aparecer gente a cada rato trancando avenidas porque no hay agua o porque le mataron a un compañero conductor de una línea de transporte. Esa gente, sin embargo, insiste en aparecer, camarada Piedra, porfiados todos ellos.
Entonces, el “líder”, que ha triunfado, no puede ser el pueblo, porque no aparece allí con ellos. Uno de los dos miente. ¿Qué hacemos? ¿Descalificamos a todos los sufrientes y negamos que ese Platoon sea el “pueblo”? ¿O es que me vas a venir con el cuento de que “la verdad es subjetiva”, como quisieran ciertos alumnos de Ética? Esto es lo primero, el aspecto empírico.
De otra manera. Pueblo es grupo, multiplicidad, pluralidad. Individuo es uno: indiviso de sí y diviso del resto, como aquel aristócrata griego postulaba. El individuo, más el resto, puede formar, mediante abstracción, una unidad, un todo. Pero hasta allí. La parte no es el todo, aunque como individuo sea en sí, también, una totalidad. Ambos se implican, pero no se identifican. Si son, entonces, diferentes, debemos, -o tenemos que- concluir que la parte no es el todo, que el individuo no es la multiplicidad y, por tanto, es falso que un hombre sea un pueblo, que es en sí y para sí multiplicidad. Q.E.D.
Seguramente esta lógica es “burguesa”. Alienación o disociación mía, como ciertos ilustres intelectuales que están en posición de defensa con respecto al “proceso” son afectos a expresar. Pero sólo poéticamente puede afirmarse lo de que un hombre sea un pueblo. Y tú sabes, camarada Oliver, lo que Platón recomendó hacer con los poetas –juglares, cuentacuentos, cineastas, ficcionadores de toda laya- cuando imaginó su utopía civil, de la que tanta savia hay en las fuentes marxianas y marxistas que supongo integran tu formación intelectual.
Sin embargo, mi muy estimado amigo cineasta, la realidad es terca, y poetas y encantadores no desaparecen. Han habido incluso algunos que se han valido del poder de los mitos para arrasar con cuanta creatividad y capacidad haya en la multitud, al tiempo que le imponen una fábula nueva en la cual ellos, ataviados con los ropajes y símbolos de los antiguos emperadores, resultan ser los inauguradores de nuevas eras, magos generadores de luz, creadores de una nueva humanidad… Sí, es el colmo; pero por esa avenida pasaron Stalin, Mussolini, Hitler, Franco, Mao. Etcétera.
Eso sí, todo lo hicieron esos personajes y sus apoyados sin abandonar el usufructo de los privilegios de la podrida, vil, corrupta y “vieja” mentalidad, característica de las “etapas abolidas” en las que “la dignidad de la patria” había sido mancillada, haciéndose preciso reivindicar “los más altos ideales de la nación”.
Es comprensible, aunque humanamente injustificable, que el pueblo –me refiero al pueblo que lo es de verdad, ése que queda siempre postergado, desinformado y desprovisto de formación y educación real y profunda incluso cuando las “revoluciones” reales o ficticias están en su apogeo- continúe abrigando esperanzas respecto a mitos, símbolos, ídolos y fantasías, Dear Mister Fantasy Stone. Es su derecho y es justo que quieran salir de la postergación, ya que nunca se les dice la verdad, ni se les permite abrir los ojos de la conciencia.
Ellos son, a fin de cuentas, corderos sacrificiales de toda demagogia, sea cual sea la etiqueta que quiera utilizar para sí la misma, por brutal que pueda sonar esta manera de expresar tal realidad. Ellos, literalmente, no saben lo que hacen. Pero, ¿tú, Oliver Stone? ¿Tú, que seguramente ya has tropezado con tantas piedras en el camino?
A estas alturas bien podríamos muchos venezolanos de hoy pensar que lo único que tienes de Stone es tu evidenciada simpatía por el diablo.
Andáte, hacéme el favor, che…

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Virginia Woolf, Craftsmanship

…Words, English words, are full of echoes, of memories, of associations. They have been out and about, on people's lips, in their houses, in the streets, in the fields, for so many centuries. And that is one of the chief difficulties in writing them today – that they are stored with other meanings, with other memories, and they have contracted so many famous marriages in the past. The splendid word "incarnadine," for example – who can use that without remembering "multitudinous seas"? In the old days, of course, when English was a new language, writers could invent new words and use them. Nowadays it is easy enough to invent new words – they spring to the lips whenever we see a new sight or feel a new sensation – but we cannot use them because the English language is old. You cannot use a brand new word in an old language because of the very obvious yet always mysterious fact that a word is not a single and separate entity, but part of other words. Indeed it is not a word until it is part of a sentence. Words belong to each other, although, of course, only a great poet knows that the word "incarnadine" belongs to "multitudinous seas." To combine new words with old words is fatal to the constitution of the sentence. In order to use new words properly you would have to invent a whole new language; and that, though no doubt we shall come to it, is not at the moment our business. Our business is to see what we can do with the old English language as it is. How can we combine the old words in new orders so that they survive, so that they create beauty, so that they tell the truth? That is the question.

And the person who could answer that question would deserve whatever crown of glory the world has to offer. Think what it would mean if you could teach, or if you could learn the art of writing. Why, every book, every newspaper you'd pick up, would tell the truth, or create beauty. But there is, it would appear, some obstacle in the way, some hindrance to the teaching of words. For though at this moment at least a hundred professors are lecturing on the literature of the past, at least a thousand critics are reviewing the literature of the present, and hundreds upon hundreds of young men and women are passing examinations in English literature with the utmost credit, still – do we write better, do we read better than we read and wrote four hundred years ago when we were un-lectured, un-criticized, untaught? Is our modern Georgian literature a patch on the Elizabethan? Well, where then are we to lay the blame? Not on our professors; not on our reviewers; not on our writers; but on words. It is words that are to blame. They are the wildest, freest, most irresponsible, most un-teachable of all things. Of course, you can catch them and sort them and place them in alphabetical order in dictionaries. But words do not live in dictionaries; they live in the mind. If you want proof of this, consider how often in moments of emotion when we most need words we find none. Yet there is the dictionary; there at our disposal are some half-a-million words all in alphabetical order. But can we use them? No, because words do not live in dictionaries, they live in the mind. Look once more at the dictionary. There beyond a doubt lie plays more splendid than Antony and Cleopatra; poems lovelier than the Ode to a Nightingale; novels beside which Pride and Prejudice or David Copperfield are the crude bunglings of amateurs. It is only a question of finding the right words and putting them in the right order. But we cannot do it because they do not live in dictionaries; they live in the mind. And how do they live in the mind? Variously and strangely, much as human beings live, ranging hither and thither, falling in love, and mating together. It is true that they are much less bound by ceremony and convention than we are. Royal words mate with commoners. English words marry French words, German words, Indian words, Negro words, if they have a fancy. Indeed, the less we enquire into the past of our dear Mother English the better it will be for that lady's reputation. For she has gone a-roving, a-roving fair maid.

Thus to lay down any laws for such irreclaimable vagabonds is worse than useless. A few trifling rules of grammar and spelling is all the constraint we can put on them. All we can say about them, as we peer at them over the edge of that deep, dark and only fitfully illuminated cavern in which they live – the mind – all we can say about them is that they seem to like people to think before they use them, and to feel before they use them, but to think and feel not about them, but about something different. They are highly sensitive, easily made self-conscious. They do not like to have their purity or their impurity discussed. If you start a Society for Pure English, they will show their resentment by starting another for impure English – hence the unnatural violence of much modern speech; it is a protest against the puritans. They are highly democratic, too; they believe that one word is as good as another; uneducated words are as good as educated words, uncultivated words as good as cultivated words, there are no ranks or titles in their society. Nor do they like being lifted out on the point of a pen and examined separately. They hang together, in sentences, paragraphs, sometimes for whole pages at a time. They hate being useful; they hate making money; they hate being lectured about in public. In short, they hate anything that stamps them with one meaning or confines them to one attitude, for it is their nature to change.

Perhaps that is their most striking peculiarity – their need of change. It is because the truth they try to catch is many-sided, and they convey it by being many-sided, flashing first this way, then that. Thus they mean one thing to one person, another thing to another person; they are unintelligible to one generation, plain as a pikestaff to the next. And it is because of this complexity, this power to mean different things to different people, that they survive. Perhaps then one reason why we have no great poet, novelist or critic writing today is that we refuse to allow words their liberty. We pin them down to one meaning, their useful meaning, the meaning which makes us catch the train, the meaning which makes us pass the examination…