martes, 13 de mayo de 2008

El sentido de la Universidad



La universitaria, después del ejército y la iglesia, es una de las más antiguas instituciones humanas. Por sus fines originarios comporta el carácter humano incluso en mayor medida que las dos anteriores, las cuales en distintas épocas históricas y lugares geográficos han hecho uso de la universidad, mucho más reciente y social que las primeras, para perseguir fines de dominación que desvirtúan el sentido originario de la máxima academia.
Es asimismo, en el presente histórico de Venezuela, una institución muy amenazada políticamente, en méritos de la particular circunstancia histórica que esta sociedad en disolución atraviesa, más allá de los problemas propiamente materiales, intelectuales y espirituales que la academia ha venido confrontando en todos los países, a medida que el impacto del movimiento democratizador de las sociedades crece en términos de cuestionar directamente el rol social de la Universidad.
El debate público acerca de la Universidad y la educación venezolana en general, se halla planteado en tales términos que difícilmente el resultado del mismo sea distinto de un empeoramiento en los problemas existentes, aunque mucha gente se aferra a una única y mágica solución: hacer tabla rasa. Tal percepción, políticamente interesada, o no tanto, no pasa de ser un desideratum.
Sin embargo, si ya resulta problemático en los tiempos actuales de Venezuela abordar esta problemática, no por ello hay que abandonar el esfuerzo de pensar nuestras instituciones, la universitaria en particular, de manera abierta, creadora, libre e incluyente. En una Facultad de Humanidades, con mayor razón, a menos que la misma se haya vaciado de contenido, y sólo conserve, insinceramente, el nombre.
Por su naturaleza, la Universidad está constantemente expuesta a que los vicios de la sociedad se vean reproducidos en ella, quizá como expresión de un círculo vicioso, un juego de espejos, una positividad que impide incluso mirar los problemas con la sinceridad y la objetividad con las que conviene afrontarlos para alcanzarles solución democrática e inclusivamente apropiada.
Así, si en la sociedad se amenaza la libre expresión, si se persigue al que tiene una opinión distinta, si se utiliza el poder para perseguir fines exclusivamente particulares, si se acorrala y desprestigia a los individuos por denunciar las falencias de esa sociedad, resulta difícil, una vez que se acepta un esquema de prácticas políticas fascistas, que tales actitudes no se pongan en práctica también en instituciones como las Universidades.
Cuando una institución semejante deja de cumplir su cometido social, alejándose del espíritu según el cual surgió y tuvo su desarrollo, se torna imposible esperar de ella otra cosa que la degeneración intelectual y ética: el fin de tal proceso es, no se dude, la disolución.
A este respecto, llama la atención uno entre varios casos recientes suscitados en la Escuela de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV. En este caso, ciertas opiniones emitidas por un profesor de dicha Escuela, antiguo director de la misma, le han otorgado el galardón de un voto de censura “moral” por parte del Consejo de Escuela.
A raíz de la muerte de un alumno de la Escuela, tesista tutoreado por el Profesor José Rafael Herrera, éste último alega haber solicitado para el fallecido bachiller, la concesión post-mortem del título de Licenciado. A quien esto escribe, los representantes estudiantiles ante ese cuerpo le han asegurado, además, haber elevado a la consideración de ese organismo tal petición.
También nos fue referido por los compañeros estudiantes que la Escuela había, formal e informalmente, rechazado la petición, alegando que “no se podía”, aparte de otros alegatos que se aportan en el documento donde se acuerda el referido voto de censura.
Me interesa plantear la cuestión en términos estrictamente humanos, porque creo que hacerlo así arrojará luz sobre el problema ético que hay en esta institución.
- ¿Por qué no puede hacerse? – preguntaría.
- Porque no está contemplado en la ley – me responderían, muy probablemente.

Y tendrían razón: legalmente, no se puede.
Sin embargo, pensando que la legalidad muchas veces no sólo tiene falencias, sino que incluso sucede que se la diseña a propósito para fines opresivos y excluyentes, volvería a cuestionar:
- ¿En verdad es esto así? ¿No puede hacerse una excepción?

Y aquí es donde invito a que nos detengamos a cuestionar el asunto. ¿Quién gana y quién pierde en este asunto? ¿El profesor Herrera? ¿De qué manera se beneficiaría dicho docente con ello? ¿Qué pierde la Escuela si otorga un título post-mortem? ¿Acaso el fallecido dañará la imagen de la institución con su desempeño profesional? ¿No hay antecedentes para esa clase de concesiones? ¿No se ha otorgado nunca un título en esas condiciones a algún alumno? Según entendemos, sí ha sucedido antes, por ejemplo, con los fallecidos en el accidente de las Islas Azores, en 1976.
¿Por qué merecería el fallecido tal distinción? Veamos. Según entendemos, fue un estudiante de buen desempeño y un atleta destacado, que en varias oportunidades representó a la Universidad en competencias interuniversitarias, obteniendo galardones y reconocimientos en las mismas, incluido el mérito estudiantil otorgado por la Escuela. Fue, además, preparador de Filosofía de la Praxis y Representante Estudiantil ante el Consejo de Escuela.
Sólo le faltaba defender una tesis, lo cual le impidió, entre otras circunstancias, la ceguera advenida al final de una dolorosa cadena de desmejoras de salud graves, soportadas durante tres o cuatro años, como resultado de una depresión profunda, de lo cual ningún humano está, que sepamos, exento, que finalmente produjeron su deceso.
Resulta difícil que en tales condiciones el fallecido tuviese la sindéresis suficiente para plantear las cosas de la manera más adecuada y precisa, seguir debidamente la burocracia esperada, a la hora de pedir consideración para su caso. Si ya para él resultaba trabajoso desplazarse ante el cambio radical que sufrió en su existencia, me cuesta imaginarlo con ánimo para realizar el cursito para manejar aplicaciones computarizadas que, supuestamente, contiene “la solución”.
Constituye una distinción muy estúpida, en este caso particular, la de si la supuesta tesis estaba terminada, a medio camino, o sólo pensada. Personalmente, me constan los niveles de deterioro físico a que llegó el fenecido, pues presencié en varias oportunidades cómo hacía el esfuerzo de acudir a presentar los avances de su trabajo a su tutor, acompañado de quien le ayudaba a transcribir el trabajo, aparte de prestarle asistencia humana.
Es ésta una cuestión de simple humanidad, algo que se tiene o no se tiene. Y se solucionaba fácil, incluso con ventajas de imagen para la institución. Sin embargo, la arrogancia impidió ver el asunto más que como una solicitud del Profesor Herrera. La soberbia, el afán de pisotear, convirtió en un trastorno político una solicitud meramente académica.
La única persona que pudiera obtener, quizà, algún consuelo espiritual por la concesión de ese título de Licenciado post-mortem sería, en el mejor de los escenarios, la madre del fallecido que, a fin de cuentas, fue quien vivió el dolor de ver cómo un hijo suyo, sano y vital hasta no hace mucho, se desintegró ante ella en tan poco tiempo.
Lo del voto de censura me recuerda la actitud de escándalo que Jesús criticaba en los fariseos. Hay una falla humana en la manera de abordar el caso, porque prioriza el castigo para el disidente, y se desentiende de la petición concreta, lo cual revela cierta incapacidad de ponerse en el lugar del otro, de entender que la vida no acontece en línea recta, que no todo está dispuesto de antemano en una vitrina, esperando que el viviente lo utilice. Aún cuando eventualmente enmienden la plana, la primera actitud sugiere que la jerarquía de valoraciones de ese cuerpo tarda en llegar a la humanidad de los problemas.
Un amigo, profesor en el área de literatura, me hizo una vez la observación de que “los filósofos se la dan de profundos”. Según creo, muchas personas que cultivan los estudios filosóficos adoptan tal actitud intelectual, a tal extremo que se desconectan de las emociones y de la vida. Se deshumanizan, se maquinizan y alienan a tal punto que ya no pueden seguir sino el desnudo rastro de su propia voluntad. Es lo que, al parecer, sucede en la citada Escuela. En un ejercicio de autocomplacencia, se ordenan decapitaciones desde oficinas virtuales, mientras se pretexta compartir una taza de café.
No vemos ningún problema para expresar nuestra opinión con total libertad, porque es un requisito de la sociedad que aspiramos. Además, es obscena, absurda, brutal y sucia, la fuente del temor que algunos compañeros tienen a emitir cualquier comentario en un ámbito que se ha tornado bastante policial, aparte de que los eventuales pases de factura a la hora de presentar cualquier trabajo de grado no hablarán, moralmente, tanto del evaluado como de quien evalúa.
Por otra parte, si pese a no haber abierto la boca uno nota en los pasillos de dicha Escuela actitudes evasivas en quienes al parecer asumen que uno dejará de existir si no es saludado - o quizá piensan que quienes difieren de sus ejecutorias, o simplemente sean amigos del profesor Herrera padecen de algún mal contagioso que es preciso erradicar, darle solución final-, no encontramos razón para no aportar motivos válidos para que tal evitación, sugerida por la ignorancia y otros ingredientes, resulte conscientemente justificada.
El problema era un problema humano, fácil de resolver, siempre que hubiese voluntad humana y política para hacerlo. Ante tales episodios uno se pregunta si acaso la capacidad de atender un problema humano concreto se ha perdido irrecuperablemente en nuestra sociedad y en sus instituciones.
Cosa veredes, Sancho.